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Leonardo da Vinci trabajó en el retrato durante cuatro años, probablemente desde 1503, pero nunca lo consideró terminado y se negó a entregarlo al cliente. El propio pintor manifestó en su época una gran predilección por el retrato de la Gioconda. Se sabe que lo llevaba consigo en sus viajes, y que a menudo pasaba largas horas observándolo en busca de inspiración. No se conserva ningún boceto previo del retrato de la Gioconda, hecho ciertamente insólito si se tiene en cuenta que Leonardo, como muchos otros pintores, solía realizar exhaustivos estudios previos a sus diferentes obras. Leonardo se llevó el cuadro a Francia cuando en 1516 fue llamado por Francisco I y, a través de la familia real francesa, fue a parar al Museo del Louvre de París. Sin embargo, la pintura ha sido probablemente cortada en todos sus lados y, ante todo, el color ha sufrido transformaciones con el transcurso del tiempo: los tonos rojos se han desvanecido parcialmente y toda la pintura ha adquirido un tono verdoso.
Aun así, la obra conserva todavía una belleza peculiar. La enigmática criatura siempre ha parecido una de las más fulgurantes figuraciones del misterio de la belleza femenina. Muchos intentos se han hecho para explicar el vivo efecto que produce en el espectador. Leonardo utilizó un típico sfumato: los suaves colores y los contornos se funden en una sombra indecisa. De la misma manera, la expresión del rostro es equívoca: una sonrisa juega alrededor de la boca y los ojos, pero, ¿es burlona o melancólica? La joven parece mirar al espectador, pero también al mismo tiempo mira a lo lejos, o hacia su interior. El peculiar efecto queda acentuado por el paisaje onírico del fondo, donde además el artista ha dejado mucho más bajo el horizonte de la izquierda que el de la derecha. Tampoco las dos mitades de la cara son del todo iguales. Lo turbador de estos aspectos se contrapone con la tranquila armonía de las manos maravillosamente modeladas.
La grandeza y la serenidad que la obra trasmite parece proceder de su profundidad anímica; la intimidad psicológica parece modelar la presencia física de la dama, que, al mismo tiempo, se desintegra en la naturaleza envolvente, sin que por ello pierda su propia identidad. Leonardo consigue que lo universal y lo particular se conjuguen en una simbiosis perfecta. El paisaje, en continuo movimiento, símbolo del ser de la naturaleza, se conforma mediante ríos que fluyen, brumas, vapores, rocas deshilachadas, juegos de luces y vibraciones de colores. Nada hay permanente, todo se trasmuta y se funde en una visión de paisaje irreal, esencia de la naturaleza. La belleza estriba en ese continuo ser y no ser, hacerse y deshacerse; la mujer, en comunión con la naturaleza, se integra y forma parte de ella, convirtiéndose igualmente en fondo.