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El cadáver no se quedaba quieto. Se sacudía y gemía cuando el verdugo trataba de someterlo, y se le derramaba espuma de la boca.
El muerto finalmente fue arrojado a una tumba y cubierto con tierra; pero seguía haciendo tal "estruendo y se revolcaba tanto que la misma tierra se elevó, y las mulas estaban tan agitadas que apenas podían controlarlas".
George Sinclair contó esta historia en 1684. Siete años después, se convirtió en profesor de matemáticas en la Universidad de Glasgow.
No presentó su historia como un ejemplo de superstición campesina, ni muerte diagnosticada erróneamente. Él creía que el cadáver había vuelto a la vida.
Señaló que el relato provino "de una persona muy acreditada, un erudito que estaba allí en ese momento, fue testigo de ojo y oído, y que todavía está vivo".
La aceptación de Sinclair de tales eventos concordaba con la corriente principal del pensamiento europeo.
Su creencia en la existencia de cadáveres revitalizados era compartida por personajes de la talla de James VI y I, rey de Escocia, Inglaterra e Irlanda, así como el muy respetado filósofo de Cambridge, Henry More.
More escribió en 1655 que no podía "siquiera imaginarse" cómo alguien dudaba de la existencia de estas criaturas, cuando los informes sobre ellas eran tan convincentes.