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Faltaba un minuto para las seis de la tarde cuando Clara se trepó en una silla de patas tubulares de aluminio para alcanzar los controles del aire acondicionado que retumbaba durante diez horas seguidas, cada día, en la pequeña oficina de la terminal de transportes, en la carrera tercera de Santa Marta. El traqueteo del inmenso artefacto, que sobresalía como la punta de un barco encallado en la pared posterior de la oficina, se ahogó con un triste vahído final.
Se quedó de pie, mirándose las manos, aferradas a la perilla del control principal de la temperatura, y luego se dio cuenta de que a tan sólo unos centímetros de distancia, en la misma pared, el reloj de la oficina acababa de girar y ya daba las seis en punto.
No podía escuchar el tictac del reloj. Había sido tan prolongado el sonido del aire acondicionado que aún no se acostumbraba al silencio. Sin embargo, pudo ver su movimiento mecánico y al mismo tiempo notó que al lado del reloj, cuyas manecillas habían alcanzado la posición vertical, estaba un calendario de cigarrillos Pielroja con un fajo de días aún sin arrancar. A Clara le fastidió percatarse tan tarde de que a ella misma se le había olvidado deshojar tres días de aquella semana, y aunque quería irse de inmediato a casa decidió quitar la mano de la perilla del aire para alcanzar el almanaque y remover de un solo tirón las hojas sobrantes.
Volvió la vista al reloj que seguía en las seis en punto, hizo una pelota con los papeles y los arrojó a la caneca.
Ese ruido ensordecedor de la turbina, el compresor y el condensador recién reparados del aire acondicionado le permitía disfrazar un silencio que no quería. Aquel cambio tan brusco en la temperatura y el sonido era como usar un cuchillo denso para dividir un bloque de mantequilla tibia: un corte demasiado brutal para una textura mórbida como el calor creciente.
Las rejillas del aire acondicionado, llenas de polvo, semejantes a barbas blancas deshilachadas, se movieron como si hubiera entrado un viento frío de la nada.
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