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Podemos afirmar que las obras de misericordia son las «buenas obras» (Mt 5,16) por excelencia, pues están dirigidas hacia el prójimo y a manifestar la gloria de Dios.
Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal que posee una fuerte dimensión espiritual porque implica, necesariamente, el acto de rezar por los difuntos. Desde esta perspectiva, nos sentimos interpelados a reflexionar, además, sobre la muerte y sobre el sentido de la vida (cf. Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 6).
La Iglesia nos ofrece la oportunidad de enterrar a los muertos en un Cementerio o Campo Santo. De esta forma, el cementerio es tierra bendecida y consagrada a Dios, es un lugar apto para orar por aquellas personas que nos han precedido en el encuentro definitivo con el Señor.
La Beata Ana Catalina Emmerick decía, hablando de sus visiones, que muchas almas difuntas se sentían aliviadas al ver gente orante en los cementerios porque Dios les permitía beneficiarse de esos rezos. Por lo tanto, enterrar a los muertos y orar por ellos es, siempre, un acto de inmensa caridad.
Para los cristianos, la obra de sepultar a los difuntos es un evento que manifiesta con lucidez el sentido profundo de la muerte. Cristo se enfrenta con la “vieja enemiga” del género humano y triunfa sobre ella. La muerte retrocede ante Aquél que es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25). A partir del gran acontecimiento de la Resurrección la relación entre los hombres y la muerte cambió. Quien cree en Cristo no tiene que temer a la muerte porque aunque muera vivirá (cf. Ibid). Esa es la ganancia que nos ofrece la fe (cf. Leon-Dufour, voz «muerte», en Vocabulario de teología bíblica).
En conclusión, la obra de enterrar a los muertos nos hace pensar con firmeza, a los cristianos, que poseemos un futuro. Nuestra vida, en su conjunto, no se acaba en el vacío y en la nada. Como dice el Papa Benedicto XVI: «sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente» (Spe Salvi, n. 2).