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«Mi padre era un leal y honrado funcionario». Con estas palabras comenzaba a describir Adolf Hitler a su progenitor, Alois, en el «Mein Kampf». Un hombre al que «respetaba», pero que no parecía querer e idolatrar como a su madre. Nadie podría culparle ya que, aunque de él aprendió el amor por la literatura militar y la «resolución», este autoritario personaje también le propinaba habitualmente un sin fin de golpes, solía abandonar a sus hijos para darse a la bebida y contaba a sus espaldas con un extenso currículum de adulterio. A pesar de todo, el «Führer» fue benévolo con él en sus escritos, pues se limitó a sugerir de soslayo su recio carácter y solo le criticó en una cosa: su obsesión porque siguiera sus pasos y se convirtiese en un trabajador del Estado.
La turbia infancia de Alois pudo marcar la relación posterior con sus muchos retoños. Había nacido en 1837, en el interior de un sucio pajar y sin saber quién era realmente su padre. El pequeño creció sin una figura paterna y fue criado por un familiar. Este particular infierno no terminó ni cuando su progenitora contrajo matrimonio con un molinero, pues este no quiso reconocerle jamás como hijo suyo. Eso le obligó a mantener el apellido de soltera de su madre, Schickelgruber, hasta que sumó casi 40 años. A esa edad fue inscrito como hijo de Johann George Heidler, su tío, cuando este se percató de que iba a morir sin herederos. Lo más curioso es que un fallo en el registro (para algunos, premeditado) cambió su grafía a Hitler.
Autoritario y mujeriego
Para entonces Alois ya se había convertido en un funcionario del Servicio Imperial de Aduanas, al que se había unido cuando apenas sumaba 18 años. A partir de ese momento, y a pesar de su origen campesino, logró abrirse camino gracias a su amor propio y a su obsesión por prosperar. Aunque, eso sí, apostando siempre por el trabajo estricto. Así lo afirma el periodista e historiador Jesús Hernández (autor del blog « ¡Es la guerra!») en su obra « Breve historia de Adolf Hitler»: «Poseía una personalidad dominante y se afanaba con impaciencia y sin darse el menor respiro en conseguir sus objetivos. Tenía la capacidad de dominar de forma fría y calculadora a quiénes le rodeaban, sabiendo impresionarles y convencerles».
Esa era la cara de su carácter. La cruz era mucho más oscura. Para empezar, sus mismos compañeros le describían como un sujeto obstinado que estaba obsesionado con el cumplimiento de sus obligaciones laborales. «Era antipático para todos nosotros. También muy estricto, detallista y hasta pedante en el trabajo, además de muy poco accesible como persona», desveló un trabajador de su misma oficina años después. De ese duro carácter no logró escapar ningún miembro de su familia. De hecho, el mismo Adolf definiría en su biografía la relación con él como «una competencia de voluntades» diaria.