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La fuerte convicción de aquellos hombres que en mayo de 1810 desplazaron a las autoridades virreinales del Río de la Plata sellaba un nuevo camino, el fin de 300 años de dominio colonial y el comienzo de una nueva historia, un camino en el que se jugarán las cartas del devenir, que será difícil, contradictorio y donde se desatarán todas las fuerzas criollas contenidas durante las últimas décadas de opresión imperial.
En los días de mayo no surgieron espontáneamente las ideas y las voces que buscaban un nuevo tiempo; corrían años difíciles, desde hacia tiempo los criollos habían forjado una identidad, un sentido de pertenencia con intereses propios y definidos que entraban en contradicción con los de la monarquía española.
Había un interesante caldo de cultivo que había podido degustarse durante las invasiones inglesas, en la imposición de Liniers como nuevo virrey, en el fallido intento carlotista, en las revoluciones de Chuquisaca y La Paz y en la decisión tomada por los representantes de la burguesía ganadera y mercantil porteña de asumir el manejo del Estado y de acabar con las trabas que les imponía el gobierno español.
La oposición al virrey estaba compuesta por tres grupos definidos, que mantenían fluidos contactos entre sí: los ex carlotistas Manuel Belgrano, Hipólito Vieytes, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Paso, Agustín Donado, el cura Manuel Alberti y el abogado Juan José Castelli, que tenían buenas relaciones con compañeros de ideas de Salta, Córdoba, Paraguay y Alto Perú. Otro grupo era el que formaban los comandantes de Patricios, Húsares y Arribeños, donde se destacaban el potosino Cornelio Saavedra, el porteño Martín Rodríguez y el riojano Francisco Ortiz de Ocampo, que disponían nada menos que de la fuerza militar de la capital. El tercer núcleo opositor, el de mayor contacto con los sectores populares, estaba encabezado por Domingo French, Antonio Beruti, Francisco Planes, Francisco de la Cruz y Ladislao Martínez, conocido como “el alférez Bonaparte