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Por primera vez en muchas décadas, un partido, un grupo de gentes honradas y bien intencionadas, se ha propuesto modernizar esta vieja España. Para ello cuenta con un Parlamento democrático mayoritario que le va a permitir gobernar legislando. Sin embargo, no vamos a ser tan ingenuos de confiar ciegamente en las virtudes del papel escrito. Las leyes que emanen del Parlamento pueden ser técnicamente perfectas y satisfacer al autonomista más exigente o al progesista más escéptico, pero no serviría de nada si antes no se desmonta concienzudamente el verdadero obstáculo que ha abortado numerosos intentos modemizadores anteriores. Esa oligarquía aupada al poder durante los años franquístas, cuyo úníco objetivo es el medro personal, puede hacer fracasar la gestión socialista. No hablo de cargos como mínisterios, sino de direcciones de instituciones variopintas como universidades, alcaldías, organismos financieros, Ejército, empresas publicas e incluso privadas y un largo etcétera. La victoria socialista ha hecho desaparecer de periódicos y revistas los numerosos artículos sobre el desencanto. Para que no se vuelva a hablar de ello dentro de pocos meses, seamos prudentes con nuestra euforia y esperemos, pacientemente, que el PSOE haga uso hábil de la piqueta.
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Los grupos dirigentes en Argentina conservaron su adhesión al liberalismo que afirmaba los principios de la soberanía popular y de la igualdad de derechos para todos los miembros de la sociedad. Desde 1879 en adelante, el crecimiento de la riqueza producida en el país consolidó el poder económico de un grupo social cuyos miembros se consideraron “los más aptos” para ser gobernantes. Por esta razón, aunque el régimen político se mantuvo basado en las reglas de la democracia política, los ciudadanos ejercían el derecho de sufragio y elegían representantes, al mismo tiempo se fue consolidando un sistema de gobierno que depositaba el ejercicio del poder en una minoría y restringía la participación política de la mayor parte de la sociedad argentina. Esta contradicción entre la teoría y la práctica política es lo que permite caracterizar como oligárquico al régimen que se organizó a partir de 1880. Este calificativo deriva del concepto de Oligarquía, palabra que proviene del griego y que significa "gobierno de dominante" estuvo integrada por un sector compuesto específicamente de políticos.
El mantenimiento de una democracia oligárquica no generó tensiones mientras la política se mantuvo como una actividad en la que no tenía interés la mayor parte de la sociedad, porque no la relacionaba con su vida cotidiana. El proceso de expansión económica que atravesaba el país contribuyó para que inmigrantes y nativos tuvieran oportunidades de mejorar sus condiciones de vida y lograr el ascenso social, aunque no ejercieran sus derechos políticos.
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