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Cuarenta días duró el diluvio, en tiempos de Noé. Durante cuarenta años comió maná el pueblo de Israel hasta llegar a la tierra prometida de Canaán. Cuarenta días estuvo Jesús en el desierto de Judea. Cuatro cuarentenas encontramos a lo largo del año litúrgico. Cifra simbólica de purificación, de prueba, de preparación para lo divino, como este tiempo de Cuaresma, que nos prepara para la Pascua. Es el desierto otro lugar simbólico tras la salida del simbólico Paraíso adámico, y hasta de las «ollas de Egipto», evocadas con nostalgia en los duros días del calor y del hambre del éxodo. El desierto de la prueba y del esfuerzo personal y colectivo, pero tembién del silencio, de la contemplación, del examen, de la libertad, de la intuición del Absoluto y de la plegaria al Dios personal. La vida en el desierto aparece en los Profetas como un ideal perdido. Era el tiempo en que el pueblo de Israel, todavía joven, no conocía a los dioses extranjeros y seguía fiel a Yahvé, presente en la nube. En el desierto fue donde Yahvé conoció a Israel. Hablando del pueblo elegido como de una esposa infiel, dice el profeta Oseas: Por eso voy a seducirla, voy a llevarla al desierto, y le hablaré al corazón (Os. 2, 16).
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