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La Compañía de Jesús nació entre 1538 y 1541, en un momento histórico en el que se estaba produciendo una profunda renovación de la espiritualidad. Entre las órdenes religiosas se estaba asentando el movimiento de la observancia; el protestantismo avanzaba por Europa; el erasmismo, considerado heterodoxo, era perseguido; y las autoridades católicas consideraban cada vez más necesaria la convocatoria de un Concilio general.
La Compañía apareció gracias a la iniciativa de Ignacio López de Loyola. Un personaje extraño, controvertido, difícil de clasificar, que podemos situar ideológicamente entre las inquietudes renacentistas y los rasgos propios de épocas anteriores.
Interior de la cueva de San Ignacio en Manresa.Dos años después, en 1524, comenzó a acercarse a la mística de un modo más intelectual. Y empezó a vivir una serie de experiencias «sobrenaturales», «místicas», que fue plasmando en pequeñas notas literarias (que en el futuro le servirían para hacer proselitismo en la Universidad). Por fin, marchó a Jerusalén con la tarea de la conversión de los no cristianos en Tierra Santa. Volvió a España posteriormente, convencido de que necesitaba más formación eclesiástica e intelectual a fin de convertirse en un «caballero de Cristo».
Aunque en 1538 ya eran conocidos con la denominación de Compañía de Jesús, la institucionalización de la nueva orden no se produjo hasta dos años después, cuando Paulo III la aprobó por medio de la bula Regimini militantes ecclesias. Sus constituciones la dotaron de un grado de modernidad que la diferenciaba claramente del resto de las órdenes de la época. Desde un primer momento destacó por su carácter plenamente renacentista. La Compañía se caracterizó especialmente por su obediencia absoluta al Papa. Asimismo, adaptó el sentido monástico a la necesidad de movilidad del apostolado en un mundo en constante cambio. Y comenzó a definirse por una serie de factores, entre los que se pueden resaltar el respeto individualizado; la sustitución del oficio cultual por la oración mental; la exigencia entre los miembros de un cierto nivel cultural (punto cuya importancia creció cuando San Ignacio acogió el ministerio de la enseñanza como una de la labores principales de la Compañía).
Árbol genealógico con los establecimientos de los jesuitas en el mundo.En un principio, la Compañía no poseía un ministerio específico, lo que daba a sus miembros mayor libertad, siempre teniendo en cuenta el arraigo que en ellos tenía el principio de obediencia. Por ello, los jesuitas podían dedicarse a cualquier tipo de apostolado, siempre que fuera a mayor gloria de Dios. También les distinguió el carácter misionero al servicio del Papa, al que se ligaban, los que lo desearan, mediante un especial cuarto voto.
La Orden se estableció con una jerarquía: un general de la Orden, con carácter vitalicio, elegido por una congregación general, considerada como el supremo órgano legislativo; procuradores en cada provincia; consejeros nacionales -también electos por la Congregación- con la misión de ayudar a los generales provinciales. Los demás cargos los designaban dichos generales o prepósitos provinciales.
La Orden se dividía asimismo en una serie de grados. Los novicios aspiraban al sacerdocio y se dividían en dos grupos, según la edad o sus conocimientos. Los novicios, llamados escolares, eran los que se iniciaban en los estudios de gramática latina (que duraban generalmente unos dos años). Después hacían los votos simples y perpetuos (castidad y pobreza). Tras profesarlos, entraban en la fase de juniorado, en la que se dedicaban durante tres o más años a los estudios clásicos (Artes y Teología). Tras esta etapa venía su ordenación sacerdotal. Y por último, pasaban el período de la tercera probación, de modo que, obligándose a cumplir dos nuevos votos, se convertían en profesos, aceptando todas las responsabilidades de la Orden, con todas las obligaciones y los derechos. A los profesos se les reservaban los cargos de profesores en los colegios.
La espiritualidad de la Compañía se basó en el abandono activo, la obediencia al superior y, en última instancia, al Papa, y la mortificación del egoísmo y el orgullo. Los ejercicios ignacianos fueron utilizados por otras órdenes y han seguido practicándose hasta nuestros días.
Desde el punto de vista económico, la Orden estaba obligada a una pobreza estricta. Sólo las casas de estudio y las de formación de jóvenes podían tener rentas propias. Los profesos renunciaban a cualquier riqueza, y también a cualquier prelacía o cargo eclesiástico.
A la muerte de San Ignacio, en 1556, los miembros de la Compañía ya ascendían a más de un millar, y sus casas, más de cien, se repartían por doce provincias. En 1615, el número de jesuitas alcanzó la cifra de 13.000, y había establecimientos en Francia, Portugal, Flandes, Polonia, Italia, España y América. La Compañía se desarrollaba con gran rapidez.