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Fruto de juveniles devaneos le dió a Gonzalo Pizarro una hija, sacramentada con el nombre de Inés, con un poco más de cinco años. De pocos con más posesión que del infortunado caudillo pudo decirse con un poeta antiguo.
«Ave que cansa su vuelo
Por tender a lo infinito,
Tal vez se estrella en el suelo
Por ambicioso prurito».
Decomisada la hacienda del rebelde en conveniencia del real tesoro, llegó doña Inés a la adolescencia en una condición cercada a la miseria y criada con la generosidad de los pocos amigos del difunto. Hasta que uno de ellos tomó la decisión de llevar a España a la doncella, creyendo que sería adoptada por su tío Hernando Pizarro con el cariño de pariente.
Al llegar allá, la niña le pidió los derechos de su padre, pero su tio se mantuvo firme a su decisión a negarsela. Luego de esto fue hasta donde su otro tío, Hernando, esperando encontrar una mejor actitud en el, mediante lo cual quedó desilusionada, ya que este le dijo horribles palabras que la hirieron.
Camino a su tierra de vuelta luego de no ser querida en España, dos hidalgos se introdujeron al Virrey pidiendo la mano de la chica, este dijo que no ya que estos Hidalgos no la conocían ni en pintura, y escogió como marido para la chica un hombre de edad mayor y de mucha fortuna.
Ella aceptó el marido que le habían elegido, pero nunca pudo defender y honrar a su buen padre, del cual vio su cabeza, que fue robada de la picota y colocada en un lugar sagrado.