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Por los años de 1765 aparecio en Lima, después de haber visitado el Cuzco y las principales ciudades del Sur, un caballero muy cargado de títulos, cruces, condecoraciones y cintajos. Llamábase D. Elías Aben-Sedid, príncipe del Líbano. Era un turco de casi seis pies de altura, robusto y gallardo mozo, y que, a pesar de su nacionalidad, no profesaba la ley de Mahoma, sino la de Cristo. Sus papeles parecían tan en regla que a nadie se le ocurrió desconocerle el principado, sin embargo de que el motivo que lo traía por estas Américas era para despertar sospechas.
Una noche Miquita Villegas recibió la visita de una dama tapada que puso en sus manos, para que la entregara al virrey, la confesión firmada por Antoñuelo. Se lo conto a Amat y el falso príncipe del Líbano fue embarcado para España.
-¿Esas tenemos, Mencía?
-¡Tan estupendo desliz, bien me daba en la nariz olor a barraganía!
En seguida dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo, dio un beso a la Perricholi y... no sé más. Al otro día, a las diez de la mañana, Amat, acompañado de su secretario Martiarena, atravesaba la portería de San Francisco y entraba sin ceremonia en la celda del padre guardián, mientras Martiarena se dirigía a otro claustro en busca del príncipe del Líbano.
-¡Valiente pillo tenía su reverencia en casa, padre guardián! -exclamó el virrey al estrechar la mano de su amigo el superior de los franciscanos, y lo puso al corriente de lo que ocurría.
Su excelencia permaneció dos horas encerrado con el embaucador, y sólo Dios sabe las revelaciones que éste le haría.
A las cuatro de la tarde, en una calesa con las cortinillas corridas y con la respectiva escolta, fue conducido al Callao el falso príncipe del Líbano y embarcado para España bajo partida de registro.
Por los años de 1765 apareciose en Lima, después de haber visitado el Cuzco y las principales ciudades del Sur, un caballero muy cargado de títulos, cruces, condecoraciones y cintajos. Llamábase D. Elías Aben-Sedid, príncipe del Líbano. Era un turco de casi seis pies de altura, robusto y gallardo mozo, y que, a pesar de su nacionalidad, no profesaba la ley de Mahoma, sino la de Cristo. Sus papeles parecían tan en regla que a nadie se le ocurrió desconocerle el principado, sin embargo de que el motivo que lo traía por estas Américas era para despertar sospechas.