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Para un romano cualquiera entre los sesenta millones de habitantes anónimos del Imperio, la vida era corta, las libertades limitadas y la incertidumbre económica muy elevada. Ahora bien, no era lo mismo vivir en el campo que las ciudades. Si era urbanita, podía socializarse y disfrutar de una oferta de ocio abundante, apta para casi todos los bolsillos, y tenía un sistema de servicios públicos sin parangón en la Antigüedad.
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