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Durante el pasado decenio América Latina y el Caribe han experimentado un cambio sin precedentes. La tan deseada consolidación de la democracia se ha hecho realidad en la casi práctica totalidad de sus países y se ha acompañado de un impresionante incremento de exportaciones de materias primas, a precios sensiblemente superiores a los de tiempos atrás, actividad que ha llegado a representar más del 60% de las exportaciones de la región, produciendo un espectacular incremento de ingresos. Gracias a ello, sus ciudadanos se han beneficiado de políticas sociales progresistas, como es el caso de las trasferencias monetarias condicionadas, con resultados evidentes y positivos, como han sido una fuerte reducción de la pobreza, situación de la que han salido más de 80 millones de personas en este periodo de tiempo, junto con un incremento, o mejor dicho recuperación de la clase media, que en años precedentes sufrió un sistemático acoso y disminución, clase a la que regresado o se han incorporado unos 50 millones de personas.
La mejora de la educación es quizás uno de los factores más relevantes de este proceso histórico de cambio. El promedio del PIB que se dedica a ella en la región se sitúa por encima del 5%, porcentaje que supera el promedio mundial dedicado a este rubro. Algunas organizaciones de referencia, como es el caso de la CEPAL, empiezan a defender que lo importante ya no es gastar más, sino hacerlo mejor, y anuncian la aparición del llamado bono demográfico, que surge al coincidir el descenso de la natalidad con el crecimiento inversor. La educación ha pasado a ser una prioridad política y presupuestaria, circunstancia que explica el gran incremento de cobertura alcanzado en educación infantil, que ya supera el 75%, que la escolarización en educación primaria y básica se aproxime al 100% o que la alfabetización de jóvenes y adultos se estime en un 90%. Estas, y otras mejoras cuantitativas son, sin lugar a dudas, logros históricos impensables hace no muchos años