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Cocoestá pensada hasta tal punto para sonar familiar, que si reducimos su historia al esqueleto esta no es más que un episodio de descenso a los infiernos. Es decir, una nueva revisión de la historia de Ulises viajando al Hades para pedir consejo a su fallecida madre en la Odisea homérica. O del paseo de Eneas en los infiernos narrados por el poeta romano Virgilio, o la búsqueda del saber en los difuntos de Dante en la Divina Comedia. De hecho, en esta película dirigida a cuatro manos por Lee Unkrich y Adrián Molina también hay un personaje llamado Dante, solo que es un perro adorable, alivio cómico natural de la narrativa.
En esta ocasión, Pixar nos narra la historia de Miguel, un niño mexicano de doce años cuya pasión, tocar la guitarra, es tabú en su familia debido a un hecho traumático relacionado con un antepasado. El Día de Muertos, dispuesto a seguir el dictado de su corazón, Miguel robará una guitarra muy antigua que le transportará al mundo de los difuntos. Allí, los muertos le explicarán que si antes del amanecer no vuelve al mundo de los vivos, se quedará atrapado para siempre.
Acusarla de falta de originalidad ralla lo excesivamente obvio, pues esta nueva aventura del estudio de Toy Storyno es -ni quiere ser- más que otra vuelta de tuerca a los viajes del inframundo. Coco es un relato intergeneracional y atemporal como casi cualquier fábula que se precie, y su objetivo no es otro que el de emocionar a la vez que ofrecer un mensaje universalmente aprehensivo. Es, en definitiva, una lección de storytelling que llega en el momento adecuado para hacer lo de siempre. Y hacerlo bien.