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El Virrey de La Serna marchaba a pie, a la cabeza del centro de su ejército.
El encarnizado encuentro no tardó en producirse.
Favoreció –sin duda- a las armas republicanas la audacia el éxito del joven y valiente general colombiano, José María Córdoba, quien cargó sobre la división del general Gerónimo Valdez, la que fue destrozada, no obstante la tenaz resistencia opuesta.
Así fue cómo la balanza de la Providencia inclinó su fiel en favor de los que bregaron por una esperanza, que en ese momento parecía inalcanzable.
En algo más de tres horas de reñido combate, en el que hubo 2.110 muertos entre ambos bandos, y en que surgieron heroísmos legendarios por igual, el general Sucre –con más de 2.000 prisioneros- era ya dueño de la más estupenda victoria, la más dudosa al iniciarse la contienda y la más ansiosamente esperada de todas las batallas de la independencia.
No debe sorprender que haya habido tantas bajas, por cuanto Ayacucho significa en lengua quechua: el “Rincón de los muertos”, etimología que viene de la gran mortandad que hubo, en una batalla, cuando los incas conquistaron el país.
Terminó así esta guerra de casi todo un continente, que comenzó medio siglo atrás, cuando los norteamericanos iniciaron las hostilidades contra los ingleses en abril del año 1775. (…)
En la honrosa Capitulación, se estableció que los españoles que querían retornar a su patria, lo harían a expensas del Perú. Este compromiso se cumplió al pie de la letra. Todos los generales realistas optaron por embarcarse, no obstante que se les ofreció el mismo grado en el ejército peruano, actitud generosa opuesta al estigma de “guerra o muerte”.
Explicación:
terminó por decidir la liberación peruana del yugo español