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Juan era un niño muy travieso. Siempre andaba jugando en lugares desconocidos, se iba de su casa ya cuando era de noche, hacía cosas que no debía hacer.
Un día Juan estaba jugando con sus amigos al fútbol en una plaza. En un momento, patearon tan fuerte la pelota que esta llego a una casa que había cerca de allí. Todos fueron a buscarla, golpearon las manos pero nadie abrió la puerta.
Entonces, el niño saltó el portón y fue a buscarla. Cuando entró se llevó una gran sorpresa: había cruces de madera en el piso como si fuera un cementerio, todo estaba muy sucio y lleno de telarañas. De repente, salió una señora vestida de negro con un sombrero muy puntiagudo como el de una bruja. Juan se asustó y empezó a gritar ¡Una bruja! ¡ Una bruja! Esta es la casa de una bruja. Cuando sus amigos oyeron esto, se fueron y lo dejaron solo.
El niño se quedó paralizado del susto. La señora, se acercó y le dijo con una dulce voz: - ¿ Necesitás algo pequeño? No soy ninguna bruja.
Juan le contestó con voz temblorosa:
- Pe... pe... pero ¿esas cruces?
- Las hice yo, son solo tres y son pequeñas. Es que tuve muchas mascotas, y en todos estos años tres gatos se murieron de viejitos y puse esas cruces en recordatorio de ellos. Me apena mucho haberlos perdido.
- ¿ Y las telarañas y toda esta basura? Parece un lugar abandonado, un lugar donde una bruja haría sus hechizos.
- Es que ya estoy grande, tengo ochenta años y ya mi cuerpo está muy débil y no puedo hacer mucho esfuerzo para limpiar. Y no tengo a nadie quién me ayude.
- ¿ Y cómo explica el sombrero?
- Este sombrero es muy antiguo, lo usé una vez cuando era más jóven en una fiesta de disfraces. Y justo recién lo encontré y quise ponermelo.
- Entonces, ¿usted no es una bruja?
- No, claro que no. Solo soy una pobre vieja que se siente sola.
Luego de esta conversación, Juan le explicó lo de su pelota y la mujer se la dio encanta y lo invitó a tomar una taza de leche caliente.
Desde ese día, Juan va a visitar todos los días a la anciana y la ayuda a hacer los quehaceres de la casa, y ella siempre lo recompensa con algo: dinero, dulces, juguetes.
A partir ese día Juan cambió. Ya no era tan travieso, aprendió a hacerle caso a sus padres y aprendió que no todo es lo que parece.
Un día Juan estaba jugando con sus amigos al fútbol en una plaza. En un momento, patearon tan fuerte la pelota que esta llego a una casa que había cerca de allí. Todos fueron a buscarla, golpearon las manos pero nadie abrió la puerta.
Entonces, el niño saltó el portón y fue a buscarla. Cuando entró se llevó una gran sorpresa: había cruces de madera en el piso como si fuera un cementerio, todo estaba muy sucio y lleno de telarañas. De repente, salió una señora vestida de negro con un sombrero muy puntiagudo como el de una bruja. Juan se asustó y empezó a gritar ¡Una bruja! ¡ Una bruja! Esta es la casa de una bruja. Cuando sus amigos oyeron esto, se fueron y lo dejaron solo.
El niño se quedó paralizado del susto. La señora, se acercó y le dijo con una dulce voz: - ¿ Necesitás algo pequeño? No soy ninguna bruja.
Juan le contestó con voz temblorosa:
- Pe... pe... pero ¿esas cruces?
- Las hice yo, son solo tres y son pequeñas. Es que tuve muchas mascotas, y en todos estos años tres gatos se murieron de viejitos y puse esas cruces en recordatorio de ellos. Me apena mucho haberlos perdido.
- ¿ Y las telarañas y toda esta basura? Parece un lugar abandonado, un lugar donde una bruja haría sus hechizos.
- Es que ya estoy grande, tengo ochenta años y ya mi cuerpo está muy débil y no puedo hacer mucho esfuerzo para limpiar. Y no tengo a nadie quién me ayude.
- ¿ Y cómo explica el sombrero?
- Este sombrero es muy antiguo, lo usé una vez cuando era más jóven en una fiesta de disfraces. Y justo recién lo encontré y quise ponermelo.
- Entonces, ¿usted no es una bruja?
- No, claro que no. Solo soy una pobre vieja que se siente sola.
Luego de esta conversación, Juan le explicó lo de su pelota y la mujer se la dio encanta y lo invitó a tomar una taza de leche caliente.
Desde ese día, Juan va a visitar todos los días a la anciana y la ayuda a hacer los quehaceres de la casa, y ella siempre lo recompensa con algo: dinero, dulces, juguetes.
A partir ese día Juan cambió. Ya no era tan travieso, aprendió a hacerle caso a sus padres y aprendió que no todo es lo que parece.
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