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A la búsqueda de una ruta entre Europa y Asia
Cristóbal Colón se encontró con América buscando una nueva ruta a Oriente. La obsesión por la conquista de una vía corta a las riquezas asiáticas (sedas, especias, pólvora, marfiles, entre muchos productos) motivó expediciones europeas a lo largo y ancho de las tierras americanas durante muchos años. En el año de 1521 sucedieron dos acontecimientos que harían posible la anhelada ruta entre España y Asia: Sebastián Elcano, que lideraba la expedición de Magallanes, descubrió las Filipinas y Hernán Cortés conquistó Tenochtitlan. Cincuenta años después, estas dos tierras remotas se conectarían por el comercio interoceánico y, de este modo, se cumpliría el sueño comercial de España.
La Nueva España sirvió de puente comercial entre Europa y Asia durante los años del período colonial. Entre dos y cuatro veces al año, los galeones españoles zarpaban de Veracruz con la mercancía oriental que llegaba a las costas de Acapulco en las célebres naos de China, es decir, los grandes buques que hacían la travesía desde el puerto de Manila en Filipinas.
La ruta de ida y vuelta
Los barcos que zarpaban de Acapulco aprovechaban la corriente ecuatoriana que los llevaba a las islas Marianas y a Guam, donde se abastecían de comida y agua y seguían su viaje hasta el archipiélago Filipino. Pero el problema era regresar. En 1565, un fraile agustino (Andrés de Urdaneta) encontró las corrientes marítimas que permitían el retorno al continente americano. El tornaviaje salía de Manila, subía por las costas de Japón para encontrar la corriente que regresaba y, como los barcos iban muy cargados de mercancías, podían tardar entre cuatro, cinco y hasta siete meses en encontrar el litoral de California, de donde bajaban a su destino en la bahía de Acapulco.
Barcos resistentes
La mayoría de los barcos que hacían esta larga travesía se fabricaban en las Filipinas. Las naves eran construidas por carpinteros chinos, dirigidos por técnicos europeos, con maderas duras (para el armazón del barco) y maderas flexibles (para el casco) que conseguían en los bosques de las islas. Las velas se hacían en Filipinas y las partes de metal, como los herrajes, anclas, clavos y cadenas eran fundidos en Japón, China y la India. Estos barcos eran muy caros pero bien valían el alto costo por los beneficios que traían a los comerciantes.
Generalmente, la flota mercantil se componía de dos grandes barcos o naos. Alrededor de 500 hombres - marineros, comerciantes, el capellán, el médico, cocineros y carpinteros- viajaban en ellos, acomodados entre las maderas, los toneles, cargas y cañones para la defensa.
Los peligros del viaje
Este arduo viaje, además, presentaba muchos peligros: mares tempestuosos, naufragios o, si la travesía se alargaba más de lo previsto, la posibilidad de morir de hambre y sed. Los fabulosos tesoros que estos barcos transportaban también los hizo presa de la ambición de piratas ingleses y holandeses. El Santa Ana, por ejemplo, fue capturado por el inglés Thomas Cavendish y, en 1742, Lord Anson asaltó el Covadonga.
Fabulosas mercancías
Pero todos los peligros se olvidaban ante los riquezas que viajaban en estas naves. Muchos tesoros atravesaban el océano: de Acapulco se enviaba plata (en barras o monedas), cochinilla para tintes, semillas, camote, tabaco, garbanzo, chocolate y cacao, sandía, vid e higueras de la Nueva España, y barricas de vino y aceite de oliva de España.
Desde Manila salían: de China, telas y objetos de seda (calcetas y pañuelos hasta colchas y manteles) y alfombras persas de Medio Oriente; piezas de algodón de la India; de China, Conchinchina y de Japón salían abanicos, cajoneras, arcones, cofres y joyeros laqueados, peines y cascabeles, biombos, escribanías y porcelanas. De las islas Molucas, Java y Ceylan, los marinos traían especias, principalmente clavo de olor, pimienta y caOtros productos que proveía Oriente eran: lana de camello, cera, marfil labrado o tallado -de figuras religiosas-, bejucos para cestas, jade, ámbar, piedras preciosas, madera y corcho, nácar y conchas de madreperla, fierro, estaño, pólvora, frutas de China, entre otros.
Centros comerciales
Una vez en tierra, los productos se trasladaban a los centros comerciales para ser vendidos. En Manila, se llevaban al Parián de los Sangleyes, que era el centro del mercado asiático. En territorio americano, la feria de Acapulco y, desde principios del siglo XVIII, el Parián de la Plaza Mayor de la ciudad de México eran los puntos de venta.
Una buena parte de los productos viajaban hacia Veracruz para su embarque a España -con paradas en mercados de Puebla y de Jalapa -. Algunas remesas se distribuían tierra adentro, hacia los centros mineros y las ciudades importantes del Bajío o Oaxaca.
Cristóbal Colón se encontró con América buscando una nueva ruta a Oriente. La obsesión por la conquista de una vía corta a las riquezas asiáticas (sedas, especias, pólvora, marfiles, entre muchos productos) motivó expediciones europeas a lo largo y ancho de las tierras americanas durante muchos años. En el año de 1521 sucedieron dos acontecimientos que harían posible la anhelada ruta entre España y Asia: Sebastián Elcano, que lideraba la expedición de Magallanes, descubrió las Filipinas y Hernán Cortés conquistó Tenochtitlan. Cincuenta años después, estas dos tierras remotas se conectarían por el comercio interoceánico y, de este modo, se cumpliría el sueño comercial de España.
La Nueva España sirvió de puente comercial entre Europa y Asia durante los años del período colonial. Entre dos y cuatro veces al año, los galeones españoles zarpaban de Veracruz con la mercancía oriental que llegaba a las costas de Acapulco en las célebres naos de China, es decir, los grandes buques que hacían la travesía desde el puerto de Manila en Filipinas.
La ruta de ida y vuelta
Los barcos que zarpaban de Acapulco aprovechaban la corriente ecuatoriana que los llevaba a las islas Marianas y a Guam, donde se abastecían de comida y agua y seguían su viaje hasta el archipiélago Filipino. Pero el problema era regresar. En 1565, un fraile agustino (Andrés de Urdaneta) encontró las corrientes marítimas que permitían el retorno al continente americano. El tornaviaje salía de Manila, subía por las costas de Japón para encontrar la corriente que regresaba y, como los barcos iban muy cargados de mercancías, podían tardar entre cuatro, cinco y hasta siete meses en encontrar el litoral de California, de donde bajaban a su destino en la bahía de Acapulco.
Barcos resistentes
La mayoría de los barcos que hacían esta larga travesía se fabricaban en las Filipinas. Las naves eran construidas por carpinteros chinos, dirigidos por técnicos europeos, con maderas duras (para el armazón del barco) y maderas flexibles (para el casco) que conseguían en los bosques de las islas. Las velas se hacían en Filipinas y las partes de metal, como los herrajes, anclas, clavos y cadenas eran fundidos en Japón, China y la India. Estos barcos eran muy caros pero bien valían el alto costo por los beneficios que traían a los comerciantes.
Generalmente, la flota mercantil se componía de dos grandes barcos o naos. Alrededor de 500 hombres - marineros, comerciantes, el capellán, el médico, cocineros y carpinteros- viajaban en ellos, acomodados entre las maderas, los toneles, cargas y cañones para la defensa.
Los peligros del viaje
Este arduo viaje, además, presentaba muchos peligros: mares tempestuosos, naufragios o, si la travesía se alargaba más de lo previsto, la posibilidad de morir de hambre y sed. Los fabulosos tesoros que estos barcos transportaban también los hizo presa de la ambición de piratas ingleses y holandeses. El Santa Ana, por ejemplo, fue capturado por el inglés Thomas Cavendish y, en 1742, Lord Anson asaltó el Covadonga.
Fabulosas mercancías
Pero todos los peligros se olvidaban ante los riquezas que viajaban en estas naves. Muchos tesoros atravesaban el océano: de Acapulco se enviaba plata (en barras o monedas), cochinilla para tintes, semillas, camote, tabaco, garbanzo, chocolate y cacao, sandía, vid e higueras de la Nueva España, y barricas de vino y aceite de oliva de España.
Desde Manila salían: de China, telas y objetos de seda (calcetas y pañuelos hasta colchas y manteles) y alfombras persas de Medio Oriente; piezas de algodón de la India; de China, Conchinchina y de Japón salían abanicos, cajoneras, arcones, cofres y joyeros laqueados, peines y cascabeles, biombos, escribanías y porcelanas. De las islas Molucas, Java y Ceylan, los marinos traían especias, principalmente clavo de olor, pimienta y caOtros productos que proveía Oriente eran: lana de camello, cera, marfil labrado o tallado -de figuras religiosas-, bejucos para cestas, jade, ámbar, piedras preciosas, madera y corcho, nácar y conchas de madreperla, fierro, estaño, pólvora, frutas de China, entre otros.
Centros comerciales
Una vez en tierra, los productos se trasladaban a los centros comerciales para ser vendidos. En Manila, se llevaban al Parián de los Sangleyes, que era el centro del mercado asiático. En territorio americano, la feria de Acapulco y, desde principios del siglo XVIII, el Parián de la Plaza Mayor de la ciudad de México eran los puntos de venta.
Una buena parte de los productos viajaban hacia Veracruz para su embarque a España -con paradas en mercados de Puebla y de Jalapa -. Algunas remesas se distribuían tierra adentro, hacia los centros mineros y las ciudades importantes del Bajío o Oaxaca.
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