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Algunos animales no perciben los rasgos constantes del entorno, sino sólo los cambios. Nosotros, los humanes, por el contrario, tenemos un aparato nervioso-sensorial especialmente adaptado a la captación de los rasgos constantes del entorno, a percibir un mundo de objetos estables. Así, una serie de complicados mecanismos de nuestro sistema nervioso se encarga de que percibamos los colores como mucho más constantes de lo que en realidad llegan a nuestros sentidos, de que percibamos las formas y dimensiones de las cosas como estables, a pesar de que la imagen que proyectan sobre nuestra retina es enormemente cambiante. De hecho, la percepción de la identidad estable de la forma de las cosas requiere cálculos estereométricos[2] y paralácticos[3] de tal nivel de complejidad, que hasta ahora ningún computador puede aproximarse siquiera a resolver estos problemas.
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