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Había una vez una liebre muy veloz que, consciente de su capacidad, se burlaba constantemente de los demás animales porque se creía superior a ellos.
El blanco preferido de sus ataques era una lenta tortuga, a la cual no dejaba de decirle cosas hirientes.
-¡Pero vaya que eres lenta tortuga! Ten cuidado no seas muy vieja ya para cuando llegues a tu destino de hoy. No vayas tan deprisa que te harás daño –decía continuamente de forma burlona e irónica la liebre.
Al inicio muchos animales les rían sus gracias, pero al no disminuir estas y ser tan constantes, muchos se sentían ya cansados de la liebre, a la que creían altanera, prepotente y realmente pesada.
Cansada también de tanta burla, la tortuga un día se atrevió y le dijo a la liebre:
-Sabes, estoy segura que con toda mi lentitud podría ganarte una carrera.
-¿Cómo? –preguntó la liebre. –Qué puedes ganarme en una carrera, eso lo dudo.
-Pues mira –ripostó la tortuga-, hagamos una apuesta con el resto de los animales como testigos y veamos quién se lleva el premio.
Segura de su velocidad y la lentitud del rival, la liebre aceptó el reto, aunque más que eso lo consideraba un pan comido.
Pactaron iniciar la carrera enseguida y llamaron a la línea de partida al resto de los animales del bosque.
Cuando se hizo la señal de arrancada la liebre se mantuvo alardeando con los demás en la salida y dejó que la tortuga, con paso lento, tomase distancia.
Pasado un rato la liebre emprendió su carrera y ciertamente era veloz. En poco tiempo rebasó a la tortuga, no sin antes proferirle insultos y tildarla de loca.
Cuando tomaba relativa ventaja, la liebre se echaba a un lado del camino a descansar o hacer otras cosas y dejaba que la tortuga, que no se detenía nunca, le pasase con su andar lento.
Esta operación la repitió muchas veces, confiada en que acabaría ganando la carrera en un impulso final, sin importar cuanta ventaja sacase la tortuga.
Sin embargo, cuando le hubo sacado a esta mucha distancia en uno de los adelantos, vio un frondoso árbol que proyectaba una rica sombra en la que descansar unos minutos. Así lo hizo y tan bien y confiada se sentía, que terminó por dormirse.
Al despertar, la liebre se percató que la tortuga estaba casi llegando a la meta, razón por la que echó a correr con suma velocidad.
No obstante, la velocidad en este punto ya no le era suficiente y la tortuga terminó ganando la carrera, convirtiendo a la liebre en objeto de risa del resto de los animales, que alababan a la primera por su perseverancia.
Desde ese día, la liebre aprendió a respetar a los demás tal y como son, y a no ser tan orgullosa ni confiada.
La liebre y la tortuga.