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Ni la razón ni los sentidos, trabajando con las impresiones y las ideas, son capaces de suministrar como una demostración convincente de la existencia de objetos externos persistentes o de una identidad personal única e igualmente persistente. De hecho, estas dos facultades son incapaces de dar cuenta de nuestra creencia en los objetos o los individuos.
Si sólo dispusiésemos de la razón y de los sentidos, las facultades destacadas respectivamente por los racionalistas y los empiristas, entonces estaríamos sumidos en una incertidumbre destructiva y debilitadora. Un resultado tan desafortunado se evita sólo mediante la intervención de una tercera facultad tan aparentemente poco fiable como la imaginación. Ésta, por medio de lo que parece una serie de errores y sugerencias triviales, nos lleva a creer en nuestra propia identidad y en la existencia de objetos externos. El escepticismo demostrado por los filósofos resulta de este modo a la vez confirmado (no es posible aportar argumentos, por ejemplo, supuesta la existencia del mundo exterior) y expuesto como algo de poco valor práctico.
Una facultad irracional, la imaginación, nos salva de los excesos de filosofía: «La filosofía nos volvería enteramente pirrónicos», dice Hume, a no ser que la naturaleza, en la forma de la imaginación, no fuera tan fuerte.
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