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n “El vestido de terciopelo”, un cuento breve y maravilloso, la narradora es una niña de ocho años que va a todas partes con Casilda, su vecina modista. No se sabe por qué la niña acompaña a la modista, pero las clientas de Barrio Norte la toman por su hija. “¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud”, le dice la señora del departamento de la calle Ayacucho a Casilda. Tal es su talante, su ternura, su predisposición hacia la niña que viene de Burzaco. “¡Qué suerte que tienen de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basura…”, reflexiona en voz alta, como si la modista y la niña, por proceder de tan lejos, no merecieran su buena educación. Delante de Casilda y de la niña la señora dice todo lo que se le pasa por la cabeza.
La modista está haciéndole un vestido de terciopelo negro con un dragón, también negro, bordado con lentejuelas en un costado. El diseño del vestido es apretado, y la señora soporta con dificultad las pruebas. Es un día de calor. El terciopelo es tu tela preferida, la elige entre todas, por su distinción y su sobriedad. La señora está por viajar a Europa, donde todo es “blanco, limpio y brillante”. Pero el terciopelo se le pega a la piel, no se desliza por ella, la señora se sofoca, le falta el aire. La señora es víctima de sus preferencias. Le cuenta a la modista que las flores que más la atraen son los nardos. “¿Le gusta el nardo? Es tan triste”, apenas puede argumentar Casilda, que no comprende por qué la señora no le hizo caso cuando ella le sugirió la seda natural, e insistió con el terciopelo. “El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño”, dice la señora. El olor del nardo la descompone. Casilda no comprende a esa mujer que vive en el departamento de la calle Ayacucho. El terciopelo también le hace daño. La eriza. Le hace rechinar los dientes. “Me atrae aunque a veces me repugne”, dice la señora.
La modista está haciéndole un vestido de terciopelo negro con un dragón, también negro, bordado con lentejuelas en un costado. El diseño del vestido es apretado, y la señora soporta con dificultad las pruebas. Es un día de calor. El terciopelo es tu tela preferida, la elige entre todas, por su distinción y su sobriedad. La señora está por viajar a Europa, donde todo es “blanco, limpio y brillante”. Pero el terciopelo se le pega a la piel, no se desliza por ella, la señora se sofoca, le falta el aire. La señora es víctima de sus preferencias. Le cuenta a la modista que las flores que más la atraen son los nardos. “¿Le gusta el nardo? Es tan triste”, apenas puede argumentar Casilda, que no comprende por qué la señora no le hizo caso cuando ella le sugirió la seda natural, e insistió con el terciopelo. “El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño”, dice la señora. El olor del nardo la descompone. Casilda no comprende a esa mujer que vive en el departamento de la calle Ayacucho. El terciopelo también le hace daño. La eriza. Le hace rechinar los dientes. “Me atrae aunque a veces me repugne”, dice la señora.
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