Entrábase ya el verano y, Veltchaninov, muy en contra de lo que esperaba, veíase todavía en Petersburgo. Su viaje al sur de Rusia no se le había arreglado, y su pleito no llevaba trazas de concluir. El asunto —un litigio sobre propiedad de unas tierras— tomaba mal cariz. Tres meses antes parecía sencillísimo, sin sombra de duda, y he aquí que, bruscamente, todo cambiaba. «Por otra parte, lo mismo ocurre con todo; hoy, todo se tuerce», repetíase sin cesar a sí mismo, malhumorado.
Había acudido a un abogado muy ducho, caro y de fama, sin escatimar honorarios; pero, empujado por la impaciencia y la desconfianza, dio en ocuparse por sí mismo del asunto, escribiendo papeles que el abogado se apresuraba a escamotear, corriendo de tribunal en tribunal, haciendo averiguaciones inútiles, y en realidad entorpeciéndolo todo. Al fin, el abogado no pudo menos de quejarse y de aconsejarle que se fuera a pasar una temporada al campo.
Pero él no podía resolverse a marchar. El polvo; el calor asfixiante, las noches blancas de Petersburgo, que sobreexcitan y enervan, todo ello parecía deleitarle y retenerle en la ciudad. Habitaba en los alrededores del Gran Teatro, un pisito que había alquilado hacía poco y que no acababa de gustarle. « ¡Nada acaba de gustarle!» Su hipocondría, cuyo germen llevaba hacía ya tiempo, iba creciendo de día en día. Era un hombre que había vivido mucho, y holgada y alegremente. A pesar de sus treinta y nueve años, encontrábase ya lejos de la juventud. Toda esta «vejez», como él decía, le había caído encima «casi de sopetón». Él mismo comprendía que lo que le había envejecido tan rápidamente no era la cantidad, sino, por decirlo así, la calidad de los años, y que si se sentía flaquear antes de tiempo, era más bien culpa del espíritu que del cuerpo. A primera vista se le habría tomado aún por un hombre joven: alto, fuerte y rubio, con una cabellera abundante, sin una sola cana, y una hermosa barba que le llegaba casi a la mitad del pecho. Su aspecto podía parecer, al principio, tosco y desaliñado; pero, observándolo más atentamente, advertíase en seguida a un hombre perfectamente educado y estilado en los usos y modales de la mejor sociedad. Conservaba un aire de soltura y hasta de elegancia que no era bastante a ocultar la brusca hurañía que se había apoderado de él, y tenía aún aquel aplomo aristocrático, cuyo efecto quizás ni él mismo sospechaba. Y eso que era hombre de una inteligencia, no ya despejada, sino sutil y excelentemente dotada.
Su cutis blanco y sonrosado había tenido en otro tiempo una delicadeza verdaderamente femenina, que llamaba la atención a las mujeres. Y aun decían, al mirarle: « ¡Hermosa salud! ¡Nácar y rosas!». Sólo que esta hermosa salud se hallaba cruelmente inficionada de hipocondría. Sus grandes ojos azules, diez años atrás hicieron muchas conquistas; ojos tan claros, tan alegres, tan despreocupados, que, sin querer, retenían la mirada que tropezaba con ellos. Hoy, al caer de la cuarentena, la claridad y la bondad habíanse casi apagado en aquellos ojos ya cercados de ligeras arrugas. Ahora, por el contrario, reflejábanse en ellos el cinismo de un hombre de costumbres relajadas, hastiado de todo, la astucia, con frecuencia el sarcasmo, o bien un nuevo matiz que no se les conocía antes, un matiz de sufrimiento y de tristeza, tristeza distraída y como sin objeto, pero, no obstante, profunda. Esta tristeza se manifestaba sobre todo cuando estaba solo. Y lo extraño es que este hombre que hacía dos años apenas era jovial, alegre y disipado, que contaba tan a la perfección historietas tan divertidas, hubiese llegado a preferir la soledad a todo.
Autor - Fiódor Dostoievski
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.___.
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Es mucho
XD
20170018:
no m4m3s
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