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Respuesta:
Por la autora del best seller La maldición del mar, llega una novela romántica inolvidable en la que se mezclan cuentos de hadas oscuros y relatos populares encantados cuando un chico, supuestamente desaparecido, resurge en un bosque mágico y se enamora de la bruja que está decidida a desentrañar sus secretos. Cuidado con los bosques oscuros y sombríos. En especial, con el bosque que rodea el pueblo de Fir Haven. Algunos dicen que el bosque es mágico. Embrujado, incluso. Aunque todos dicen que es una bruja, solo Nora Walker sabe la verdad sobre su identidad. Ella y las Walker que la precedieron siempre han tenido una conexión especial con el bosque. Y es esa conexión especial la que lleva hasta Oliver Huntsman, el chico que desapareció algunas semanas atrás, durante la ventisca más violenta de los últimos años. Oliver tendría que estar muerto, pero sigue vivo, abandonado en el bosque sin recuerdo alguno del tiempo en el que estuvo desaparecido. Pero Nora, gracias a su conexión, percibe un cambio en el bosque; una intranquilidad ante la presencia de Oliver. Y de pronto, se da cuenta de que su única alternativa es descubrir la verdad de cómo fue que el chico por el que ha llegado a sentir un profundo cariño sobrevivió en el bosque durante la ventisca y, lo que es aún más importante, qué lo había llevado allí. Sin embargo, lo que Nora no sabe es que Oliver también tiene secretos, y hará lo que sea por mantenerlos ocultos, porque resulta ser que él no fue el único que desapareció esa noche fatídica. Desde la creación del primer cuento de hadas, hemos aprendido que se debe temer lo que se oculta dentro de los bosques oscuros y sombríos, y en El bosque de las cosas perdidas, Shea Ernshaw nos muestra por qué.
Explicación:
es un resumen wee
Hola!
Desapareció un chico la noche de la tormenta. La noche en que la nieve bajó de las montañas y aulló furiosa contra el alero de la vieja casa: cruel, amenazante y llena de malos presagios que no podían ignorarse. La electricidad parpadeaba como si fuera código morse. La temperatura bajó con tanta rapidez que los árboles se agrietaron, la savia de olor dulce brotó a la superficie como miel, y después se cristalizó y se congeló. La nieve se arremolinó alrededor de la chimenea y se acumuló sobre el techo; alcanzó tal altura que tapó el buzón de la entrada y yo ya no llegaba a ver el lago Jackjaw desde la ventana de mi habitación. El invierno llegó en una sola noche. Por la mañana, la carretera Barrel Creek, la única carretera que baja por la montaña, estaba cerrada por la nieve. Tapada por un muro blanco impasible. Los pocos que vivíamos en lo profundo del bosque, y los que se alojaban en el Campamento Jackjaw para Chicos Rebeldes al otro extremo del lago, quedamos atrapados. Varados en el implacable corazón del bosque.
No sabíamos durante cuánto tiempo. Tampoco sabíamos que no todos saldríamos con vida. NORA «Nunca desperdicies una luna llena, Nora, ni siquiera en invierno», solía decir mi abuela. Deambulábamos por la orilla del río Negro, bajo el cielo de la medianoche, siguiendo las constelaciones como un mapa que yo podía tocar con los dedos: marcas de polvo de estrellas que llevaba en la piel. Ella tarareaba una melodía que venía de sus entrañas, cruzando al otro lado del río congelado, deslizándose con paso seguro. «¿La oyes?», me preguntaba. «La luna susurra tus secretos. Conoce tus pensamientos más oscuros». Mi abuela era así: rara y hermosa, con historias que descansaban detrás de los párpados. Historias sobre la luz de la luna, acertijos y catástrofes.
Relatos terribles. Pero también otros vivos y alegres. Mientras caminaba a su lado, yo copiaba cada paso que ella daba en el bosque, admirando su destreza para esquivar ortigas y espinos venenosos, el modo en que sus manos rozaban la corteza de todos los árboles por los que pasábamos, determinando su edad con solo tocarlos. Era una maravilla: su mentón siempre se inclinaba hacia el cielo, ansiando el brillo anémico de la luz de la luna sobre su piel aceitunada, siempre rodeada de un halo de tormenta. Pero esta noche, camino sin ella, persiguiendo esa misma luna por el mismo río oscuro y congelado, buscando cosas perdidas dentro del bosque frío y triste. Las ramas de los árboles se hunden y gotean por encima de mí. Un búho ulula desde una picea cercana. Y Finn y yo nos adentramos con gran dificultad en la montaña. Él agita fuerte la cola, con el hocico en alto, siguiendo algún rastro desconocido al otro lado de la orilla del río. Han pasado dos semanas desde que la tormenta azotó el lago Jackjaw.
Dos semanas desde que la nieve cayó y tapó la única carretera que sale de la montaña. Dos semanas desde que la electricidad estalló y se apagó. Y dos semanas desde que un chico del campamento que está al otro lado del lago desapareció. Un chico cuyo nombre ni siquiera conozco. Un chico que escapó o se perdió o sencillamente se esfumó como la niebla baja que emana del lago durante las lluvias matinales de otoño. Un chico que se escabulló de su cama en una de las cabañas del campamento y jamás volvió. Una víctima del frío del invierno, de la locura y la desesperación, y de estas montañas, que encuentran la forma de meterse en tu cabeza, de engañar a los que se atreven a caminar entre los pinos bien pasada la puesta del sol. Este bosque es feroz, implacable y cruel. No se puede confiar en él. Sí, por aquí camino: hacia lo más profundo de la montaña, donde nadie más se atreve a ir.
Porque yo soy más oscuridad que chica, más sombras de invierno que sol de verano. «Somos las hijas del bosque», susurraba mi abuela. Así que avanzo por la orilla del río Negro, siguiendo el mapa trazado por las estrellas, como ella me enseñó. Como todas las Walker que me han precedido. Hasta que llego a el sitio. El sitio donde la línea de los árboles se abre a mi derecha, donde dos laderas empinadas se unen y forman un pasadizo angosto que conduce a un bosque oscuro y raro ubicado hacia el este, un bosque que es mucho más antiguo que los pinos del río Negro. Sus árboles están encerrados, apartados, separados del resto. El bosque Wicker. Una torre de rocas monta guardia delante de mí: unas piedras planas que fueron tomadas del lecho del río y apiladas hasta alcanzar un metro de altura, junto a la entrada del bosque. Es una advertencia.