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Hace muchos años, cuando los robles que hoy son ancianos no eran más altos que un bastón, vivía en Wessex un muchacho llamado Hubert, hijo de un pequeño hacendado. Tenía alrededor de catorce años y era conocido por su inocencia, su buen corazón y su valentía, de la que ciertamente presumía un poco.
Una fría víspera de Navidad, su padre, que no contaba con más ayuda que la de Hubert, lo mandó con un recado importante a una pequeña ciudad situada a algunos kilómetros de su casa. El chico hizo el trayecto a caballo, y sus asuntos lo entretuvieron hasta última hora de la tarde. Cumplida la misión volvió a la posada, ensilló su caballo y emprendió el regreso. El camino pasaba por el valle de Blackmore, una zona fértil, aunque algo apartada, de pistas embarradas y sendas tortuosas, muy boscosa además en esos tiempos.
Debían de ser cerca de las nueve cuando, mientras cabalgaba bajo los árboles a lomos de Jerry —un potro de patas robustas— cantando un villancico, como correspondía a esa época del año, Hubert creyó oír un ruido entre las ramas. Esto le recordó que el bosque que estaba atravesando tenía un nombre maléfico. Más de un hombre había sido asaltado al pasar por él. Miró a Jerry y lamentó que el potro fuera de color gris claro, pues por esta razón la silueta del dócil animal resultaba visible incluso en las zonas de sombra más densas.
—¿Qué más da? —dijo en voz alta, tras unos instantes de reflexión—. Jerry tiene unas patas muy ágiles, y ningún bandolero podrá alcanzarme.
—Ja, ja, ¡que te crees tú eso! —contestó una voz grave. Y en un abrir y cerrar de ojos un hombre salió de la espesura a su derecha, otro a su izquierda y un tercero de detrás de un árbol, unos metros por delante. Los bandidos se apoderaron de las riendas, derribaron al chico del caballo, y aunque Hubert forcejeó con todas sus fuerzas, como haría un muchacho de natural valiente, no pudo con ellos. Le ataron los brazos a la espalda y las piernas juntas, y lo tiraron a la cuneta. Cuando se alejaron con el caballo, Hubert alcanzó a ver en la penumbra que los ladrones llevaban la cara pintada de negro.
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