En el barrio donde vivian Damián y Martina había una vecina a la que todos le tenían un poco de miedo. No solamente los chicos: hasta los adul- tos desconfiaban de la vicja Pasa de Uva, como la llamaban todos por su cara infinitamente arrugada. Era dificil adivinarle la edad. Algo entre los sesenta y los ochenta, vaya uno a saber. Se vestía de una manera muy cómica, como una hippie vieja, con unas largas túnicas hindúes colorinches, gastadas y remendadas, y montones de collares y pulseras que haclan ruido cuando se movía. El pelo larguísimo, todo blanco, le llegaba hasta la cintura. Salía poco de su casa, caminando por la calle con paso de prin- cesa, tan distraída que más de una vez había estado a punto de atropellarla un auro. No hablaba con nadie. Miraba a través de los vecinos como si fueran transparentes y, cuando le llegaba su turno en la cola del supermercado, la cajera le tenía que gritar para despertarla de esa especie de sueño en el que pare- cía vivir. Con todas sus compras (muy poquitas) se llevaba siempre una planta de lechuga, tres litros de leche y una lata de duraznos en almíbar.
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Wow que bonito texto, es tenebroso.
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