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El hombre blanco apoyado sobre sus brazos contempló desde el bote, el brillo intenso del rio, el sol apareciendo nítido y deslumbrante, posado tranquilamente sobre el agua que resplandecía de manera apacible, como si la superficie fuera de metal. Al mismo tiempo extendió su mirada hacia los arboles donde cada hoja, rama, cada vuelta de enredadera y cada pétalo de florecimientos fugaces parecían embrujados en una inmovilidad concluyente y perfecta. Nada se movía en el río excepto los ocho remos que se levantaban regular e intermitentemente y aquel agite provocaba espuma en los costados del bote. El hombre blanco volteando hacia la puesta del sol miró a lo largo de la extensión ancha y vacía de la desembocadura del mar, el río errante y dudoso como si fuera atraído por la libertad del horizonte abierto, fluye directo hacia el este –hacia el este que alberga tanto a la luz como a la oscuridad. En un desvío del curso del bote llegaron a Arsat el hombre blanco y los remadores pero ellos hubieran preferido pasar la noche en algún otro lugar que no fuera la laguna de aspecto fantasmal, aunque era allí en una choza de la laguna donde vivía su amigo Malayo con una mujer extraña que estaba a punto de morir; el hombre blanco observó con temor y asombro la muerte cercana, inevitable, inadvertida, mitigó la tranquilidad de su raza y removió el más imperceptible e íntimo de sus pensamientos, la sospecha de maldad siempre presente y la violencia injustificada, y como aún la luminosidad de las estrellas se volvió un país sombrío de lucha inhumana. Una neblina que deambulaba al ras del agua se había arrastrado sobre la laguna borrando lentamente las imágenes brillantes de las estrellas; así miró más allá de la imponente luz de un día despejado hasta la oscuridad de un mundo de ilusiones.
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