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Érase una vez una mono muy glotona que solía levantarse tempranísimo para salir a buscar alimentos por el campo. Comer era su pasatiempo favorito y nunca le hacía ascos a nada. Un puñado de insectos vivitos y coleando, media docena de castañas, algún que otro arándano arrancado a mordiscos del arbusto… ¡Cualquier cosa servía para saciar su voraz apetito!
Por regla general no solía tardar mucho en encontrar comida, pero en una ocasión sucedió que por más que rastreó la tierra no halló ni una mísera semilla que llevarse a la boca. Tras varias horas de inútil exploración, el sonido de sus tripas empezó a parecerse al ronquido de un búfalo.
– Madre mía, qué hambrienta estoy… ¡Si no como algo pronto me voy a desmayar!
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