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Mucho antes de la llegada de los españoles y del asentamiento de los huacavilcas, un lujoso palacio acuñado de oro, plata y mármol se levantaba en las profundidades del cerro. Su dueño era un cacique que un día, desesperado, mandó a llamar al curandero más anciano del lugar con la esperanza de que curara a su hija enferma.
Pero el curandero obligó al cacique a elegir entre su riqueza y su hija. “La única cura”, dijo. “Es que devuelvas a sus dueños legítimos todas las riquezas obtenidas y robadas en tus batallas”. La avaricia habló y el cacique optó por su riqueza mientras arrojaba un hacha de oro al curandero.
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