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Los israelitas estuvieron andando errantes por el desierto durante más de cuarenta años. Por eso les resultó difícil adaptarse a la vida sedentaria de las ciudades. Tuvieron que aprender de nuevo los diversos oficios, así como las prácticas de la agricultura.
Cuando los israelitas eran sometidos por sus enemigos se acordaban y retornaban a Dios pidiéndole ayuda, ayuda que les daba promoviendo o destacando algún humilde guerrero, al que ponía al frente del pueblo. Eran los llamados jueces.
Uno de estos jueces fue Gedeón.
Aunque al principio se resistió a la llamada de Dios, al final aceptó salir a combatir a los madianitas que estaban arruinando las cosechas de los israelitas, para lo que reclutó un numeroso ejército. Tan numeroso que Dios le dijo que lo redujera hasta que sólo quedaron trescientos guerreros.
- Quiero que quede bien claro que la victoria será mía y no vuestra -les dijo Dios.
Por la noche rodearon el campamento enemigo y entregó a cada uno de los guerreros una trompeta y un cántaro con una tea encendida dentro, precaución tomada para que no se viera la luz de las mismas. A una señal de Gedeón estrellaron los cántaros contra el suelo y tocaron las trompetas al tiempo que agitaban las antorchas. Los medianitas se despertaron espantados por estruendo y quedaron deslumbrados por el fulgor de las antorchas, sembrándose tal desconcierto que se atacaron entre sí y emprendieron la fuga en desbandada.
Los madianitas ya no molestaron más al pueblo de Israel.