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Es indudable que la pobreza y las desigualdades sociales no surgieron en el país en la década de 1880, como tampoco han desaparecido en la moderna realidad del Chile actual. No obstante, ya desde finales de siglo XIX muchos elementos se conjugaron para transformar los problemas sociales en una cuestión social, como son, un contexto económico capitalista plenamente consolidado, marcado por una incipiente industrialización y un proceso de urbanización descontrolado que agravaron las malas condiciones de vida del trabajador urbano; una clase dirigente ciega e ineficiente ante los problemas y quejas del mundo popular; y, finalmente, una clase trabajadora que ya no estuvo dispuesta a quedarse de brazos cruzados esperando que el Estado oligárquico llegara a ofrecer alguna solución a sus problemas.
Fue a lo largo de estos años que se pusieron en marcha una serie de movimientos sociales que transformaron la cuestión social en un problema que afectó no sólo a los trabajadores sino a todo el país. Desde entonces, surgieron a la luz pública una serie de innumerables escritos, ensayos, artículos de prensa y tesis de grado que comenzaron a analizar sus causas y motivos, además de las posibles alternativas de solución. Esta amplia gama de debates políticos e ideológicos pueden resumirse en tres grandes corrientes.
La primera corriente se originó al interior del mundo conservador-católico que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum, adhirió a la línea social cristiana impulsada por la iglesia católica. A grandes rasgos, vio la cuestión social como resultante de una crisis moral que desvirtuó el rol dirigente y protector de la elite criolla. El énfasis estuvo puesto en la responsabilidad que le correspondió a los ricos en el cuidado y bienestar tanto material como espiritual de los más pobres, a través de la educación, la beneficencia, el socorro y la justicia. En síntesis, más acción social y menos caridad.
En segundo lugar, existió una corriente liberal y laica vinculada al Partido Radical y donde también se incluyeron intelectuales independientes de clase media. Para ambos sectores, la cuestión social fue el resultado de un conflicto de clases, un problema estructural de la sociedad nacional, afectada por la falta de desarrollo económico, la explotación laboral, la inflación y la carencia de ayuda estatal hacia los más pobres. Por consiguiente, los dardos apuntaron al Estado y a la necesidad de regular el sistema de libre mercado que rigió en el país, a través de una adecuada legislación social que promoviera y asegurara el progreso y adelanto material de todos los sectores.
Una tercera tendencia, fue la corriente socialista, impulsada por sectores pertenecientes a la clase trabajadora. Para este sector, los problemas sociales fueron consecuencia de la propia existencia del Estado liberal y del sistema capitalista; y declararon que su solución no pasó por la acción caritativa de la clase dirigente ni por las medidas de corte proteccionista que reclamaron algunos liberales, sino que radicó en la acción y el poder autónomo de los propios trabajadores.
A pesar de sus diferencias, cada una de estas tres corrientes coincidió en la urgente necesidad de otorgar pronta solución a los problemas derivados de la cuestión social, que hacia el año 1920 se convirtió en una preocupante cuestión política, traspasando las fronteras de la opinión pública e insertándose de lleno en los planes del Gobierno y del Congreso Nacional.
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A lo largo del siglo xix fue cada vez más evidente la incapacidad del sistema socioeconómico liberal para mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Fue así como se fue abriendo paso la idea de la necesidad de la intervención del Estado para solucionar la que empezó a llamarse «cuestión social» poniéndose en cuestión el principio del liberalismo clásico de que el individuo era el único responsable de su propia condición moral y material. A ello también contribuyeron las críticas del movimiento obrero, la difusión del socialismo y el desarrollo del positivismo y de las ciencias sociales.1
Alegoría de la cuestión social en una caricatura de comienzos del siglo xx
En la segunda mitad del siglo xix ya existía una conciencia generalizada de que la pobreza de las clases trabajadoras se debía a las condiciones ambientales, sociales y económicas que solo la intervención del Estado podría corregir. El pionero fue el Imperio alemán con la política social aplicada por el canciller Otto von Bismarck, al que siguieron Reino Unido con el New liberalism y la Tercera República Francesa, donde triunfó el «solidarismo» propugnado por Léon Bourgeois. La Iglesia católica también se sumó a la nueva corriente antiindividualista con la publicación en 1891 de la encíclica Rerum novarum por el papa León XIII, «lo que contribuyó a facilitar el giro intervencionista entre las clases conservadoras» y que dio nacimiento al catolicismo social.1
El albañil herido o Los últimos sacramentos (1890), de Rafael Romero de Torres. En este cuadro se observa la forma de abordar la cuestión social por parte de los sectores ideológicos opuestos a la intervención del Estado y que fue denunciada, entre otros muchos, por el presidente del gobierno español Antonio Cánovas del Castillo.
Sin embargo, la necesidad de la intervención del Estado para solucionar la «cuestión social» encontró fuertes resistencias, lo que explicaría el retraso de algunos países en aprobar las primeras leyes sociales. Cuando en 1890 el nuevo gobierno español presidido por el conservador Antonio Cánovas del Castillo anunció que iba a dar preferencia a las cuestiones económicas y sociales «desarrollando un régimen de eficaz protección a todos los ramos del trabajo», con una especial atención a «cuanto atañe a los intereses de la clase trabajadora», algunos diputados mostraron su disconformidad, incluso dentro de las filas del propio partido conservador. Por ejemplo, Alberto Bosch y Fustegueras, de la facción conservadora de Francisco Romero Robledo, se manifestó en contra de la limitación de las horas de trabajo de mujeres y de niños con el siguiente argumento:2
Limitar el trabajo es la más odiosa y la más extraña de las tiranías; limitar el trabajo del niño es entorpecer la educación tecnológica y el aprendizaje; limitar el trabajo de las mujeres… es hasta impedir que la madre realice el más hermoso de los sacrificios… el sacrificio indispensable en algunas ocasiones para mantener el hogar de la familia.
Cuando a fines de 1890 el presidente Cánovas del Castillo habló en el Ateneo de Madrid de la necesidad de la intervención del Estado para resolver la cuestión social alegando la insuficiencia de las actitudes morales —la caridad del rico y la resignación del pobre—, el pensador católico tradicionalista Juan Manuel Ortí y Lara le acusó de «caer en la sima del socialismo, violando los principios de la justicia, que consagran el derecho de la propiedad», alabando a continuación «el oficio de la mendiguez, [que] no repugna a la religión; al contrario, la religión la ha sancionado… y la ennoblece. […] El espectáculo de la mendiguez… [fomenta] el espíritu cristiano».2
Explicación:
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