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Si piensas que todos los dragones son malos y que echan fuego por la boca, te equivocas. Hace tiempo existió uno muy especial. No escupía fuego y apenas podía volar. La verdad es que no escupía nada. Todo el mundo en su pueblo se burlaba de él llamándole Llamaseca.
Aunque un día la historia cambió. Cuando se hizo mayor decidió armarse de valor y salir a explorar el mundo. Puede que no pudiera ni tostar unas simples almendras, ni elevarse dos palmos del suelo con sus débiles alas. Pero estaba tan harto de tantas burlas que lo que no podía era aguantar ni un minuto más a aquella pandilla de maleducados. Y se fue.
Caminó y caminó sin mirar atrás durante varios días por el Bosque Negro que rodeaba la Tierra de los Dragones hasta que llegó a un claro donde no había nada más que hierba verde. El dragón se quedó asombrado mirando aquella hierba. Jamás se había imaginado que de la naturaleza pudieran brotar colores tan hermosos. Era lógico que nuestro amigo no hubiera visto nunca algo así, ya que sus vecinos incendiarios lo arrasaban todo en sus prácticas de vuelo.
Mientras miraba embelesado aquel milagro de la vida apareció una viejecita que parecía salir de la nada. Sí, la típica viejecita de los cuentos, esa que nunca sabes si va a ser buena o va a ser mala, y que siempre imaginamos con pinta de bruja.
- Amigo dragón, ¿qué miras con esa cara de asombrado?- preguntó la vieja.
- Miro los colores del campo- respondió el dragón-. Nunca los había visto.
- Y, ¿por qué no los quemas?- insistió la buena señora, a ver si lo provocaba.
- Porque no puedo -dijo el pobre dragoncito, con cara de pena-. No tengo fuego en mi garganta, ni fuerza para volar, ni nada que merezca la pena.
Entonces, la vieja bruja le miró a los ojos fijamente, estudiando la profundidad de su mirada. Después de un rato observando a aquel dragón le dijo, muy seria:
- A ti lo que te pasa es que te falta valor para intentarlo. ¿Hace cuánto tiempo que no das un salto e intentas volar?
El dragón la miró sorprendido. Descubrió que jamás había intentado volar alto, que sólo agitaba las alas un poquito, pero sin ponerle empeño ninguno. ¿Para qué iba a intentarlo, si ya sabía él que no podía? Toda la vida se había pasado el pobre escuchando que no podía volar. ¿Cómo iba a saber él más que el resto de dragones?
- Muy bien, amigo dragón -dijo la anciana. Te propongo un trato. Si tú consigues volar hasta lo alto de aquella montaña y me traes un huevo del águila calva que allí vive yo te devolveré el don de escupir fuego, un fuego voraz que arrasará con todo lo que se encuentre a tu paso.
El dragón no podía creer lo que oía. Sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo y podría ser tan malvado como los demás. Cogió carrerilla y, cuando iba a dar el salto…
- Espera un momento -dijo el dragón parando en seco-. ¿Para qué quieres tú ese huevo?
- ¡Y a ti que te importa, dragón entrometido! -respondió la vieja, furiosa -. Vete volando a por ese huevo o jamás recuperarás tu dichoso fuego.
- ¿Sabes qué te digo bruja? -dijo el dragón, con cara de pocos amigos-. Que no quiero tu fuego. Yo no quiero arrasar los campos ni quemar los bosques. No quiero que la gente me odie por destruir lo que más aman. Sólo quiero disfrutar de la belleza de la vida y encontrar gente que me quiera y no gente que me quiera ayudar por interés como tú.
La vieja, tras oír estas palabras, entró en cólera. Empezó a conjurar un hechizo que hizo que se oscureciera el sol y que se apagara el color de las flores.
El dragón, asustado, echó a correr tan rápido que cuando se quiso dar cuenta estaba volando.
- ¡Puedo volar! -gritó a los cuatro vientos.
Después de varias horas de vuelo, el dragón estaba agotado. Cuando aterrizó pensó que, si había podido volar, también podría hacer otras cosas. Pero no quería echar fuego por la boca, así que deseó muy fuerte hacer algo que pudiera hacer al mundo más feliz. Entonces abrió la boca para escupir, a ver qué salía. ¡Y salió chocolate! ¡Chorros de chocolate calentito, listo para tomar con unos buenos churros!
Unos niños que pasaban por allí lo vieron, y corrieron a ver a aquel milagroso dragón.
- Ven con nosotros a nuestro pueblo
- Podrás vivir con nosotros y seremos todos muy felices.
Y así fue. El dragón se fue con los niños y fue recibido con los brazos abiertos. Y como todos los días el dragón les daba chocolate calentito para desayunar, ahora todo el mundo lo conoce como Llamadulce.
Aunque un día la historia cambió. Cuando se hizo mayor decidió armarse de valor y salir a explorar el mundo. Puede que no pudiera ni tostar unas simples almendras, ni elevarse dos palmos del suelo con sus débiles alas. Pero estaba tan harto de tantas burlas que lo que no podía era aguantar ni un minuto más a aquella pandilla de maleducados. Y se fue.
Caminó y caminó sin mirar atrás durante varios días por el Bosque Negro que rodeaba la Tierra de los Dragones hasta que llegó a un claro donde no había nada más que hierba verde. El dragón se quedó asombrado mirando aquella hierba. Jamás se había imaginado que de la naturaleza pudieran brotar colores tan hermosos. Era lógico que nuestro amigo no hubiera visto nunca algo así, ya que sus vecinos incendiarios lo arrasaban todo en sus prácticas de vuelo.
Mientras miraba embelesado aquel milagro de la vida apareció una viejecita que parecía salir de la nada. Sí, la típica viejecita de los cuentos, esa que nunca sabes si va a ser buena o va a ser mala, y que siempre imaginamos con pinta de bruja.
- Amigo dragón, ¿qué miras con esa cara de asombrado?- preguntó la vieja.
- Miro los colores del campo- respondió el dragón-. Nunca los había visto.
- Y, ¿por qué no los quemas?- insistió la buena señora, a ver si lo provocaba.
- Porque no puedo -dijo el pobre dragoncito, con cara de pena-. No tengo fuego en mi garganta, ni fuerza para volar, ni nada que merezca la pena.
Entonces, la vieja bruja le miró a los ojos fijamente, estudiando la profundidad de su mirada. Después de un rato observando a aquel dragón le dijo, muy seria:
- A ti lo que te pasa es que te falta valor para intentarlo. ¿Hace cuánto tiempo que no das un salto e intentas volar?
El dragón la miró sorprendido. Descubrió que jamás había intentado volar alto, que sólo agitaba las alas un poquito, pero sin ponerle empeño ninguno. ¿Para qué iba a intentarlo, si ya sabía él que no podía? Toda la vida se había pasado el pobre escuchando que no podía volar. ¿Cómo iba a saber él más que el resto de dragones?
- Muy bien, amigo dragón -dijo la anciana. Te propongo un trato. Si tú consigues volar hasta lo alto de aquella montaña y me traes un huevo del águila calva que allí vive yo te devolveré el don de escupir fuego, un fuego voraz que arrasará con todo lo que se encuentre a tu paso.
El dragón no podía creer lo que oía. Sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo y podría ser tan malvado como los demás. Cogió carrerilla y, cuando iba a dar el salto…
- Espera un momento -dijo el dragón parando en seco-. ¿Para qué quieres tú ese huevo?
- ¡Y a ti que te importa, dragón entrometido! -respondió la vieja, furiosa -. Vete volando a por ese huevo o jamás recuperarás tu dichoso fuego.
- ¿Sabes qué te digo bruja? -dijo el dragón, con cara de pocos amigos-. Que no quiero tu fuego. Yo no quiero arrasar los campos ni quemar los bosques. No quiero que la gente me odie por destruir lo que más aman. Sólo quiero disfrutar de la belleza de la vida y encontrar gente que me quiera y no gente que me quiera ayudar por interés como tú.
La vieja, tras oír estas palabras, entró en cólera. Empezó a conjurar un hechizo que hizo que se oscureciera el sol y que se apagara el color de las flores.
El dragón, asustado, echó a correr tan rápido que cuando se quiso dar cuenta estaba volando.
- ¡Puedo volar! -gritó a los cuatro vientos.
Después de varias horas de vuelo, el dragón estaba agotado. Cuando aterrizó pensó que, si había podido volar, también podría hacer otras cosas. Pero no quería echar fuego por la boca, así que deseó muy fuerte hacer algo que pudiera hacer al mundo más feliz. Entonces abrió la boca para escupir, a ver qué salía. ¡Y salió chocolate! ¡Chorros de chocolate calentito, listo para tomar con unos buenos churros!
Unos niños que pasaban por allí lo vieron, y corrieron a ver a aquel milagroso dragón.
- Ven con nosotros a nuestro pueblo
- Podrás vivir con nosotros y seremos todos muy felices.
Y así fue. El dragón se fue con los niños y fue recibido con los brazos abiertos. Y como todos los días el dragón les daba chocolate calentito para desayunar, ahora todo el mundo lo conoce como Llamadulce.
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