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Es considerar a Murillo como el pintor por antonomasia del tema de la Inmaculada Concepción. Ciertamente no es el creador de esta iconografía, que venía empleándose en España desde mediados del siglo XVI, sin embargo, es el más notable de sus intérpretes. En la época de Murillo habían cesado ya en Sevilla las discusiones producidas en la segunda década del siglo XVII entre franciscanos y dominicos sobre la circunstancia de si la Virgen María fue inmaculada o no en el momento de su concepción, hecho que se saldó con una abrumadora victoria ideológica de los primeros sobre los segundos. En efecto, los franciscanos mantenían una favorable tesis inmaculadista que al mismo tiempo compartía con fervor el pueblo sevillano. El entusiasmo general sobre esta problemática mariana motivó que las autoridades de la ciudad se dirigieran al rey Felipe IV para que mediase ante el papa en Roma y éste proclamase universalmente el dogma de la Inmaculada Concepción. Este propósito no llegó a conseguirse en aquella época, pero sí se obtuvo en 1622 la aprobación en Roma de un decreto en el que se aceptaba la tesis de que María había sido concebida sin pecado original. Sesenta años más tarde, en Sevilla, permanecía aún vigente el entusiasmo inmaculadista después de que a través del tiempo pintores como Pacheco, Roelas, Herrera el Viejo o Zurbarán hubieran recreado magníficas versiones pictóricas de la iconografía de la Inmaculada. Y en los tiempos en que la actividad del arte sevillano estaba presidida por Murillo la devoción a la Inmaculada se mantenía pujante, por lo que fueron numerosas las versiones del tema que se encargaron a este pintor, que supo crear modelos de una intensa belleza en su cuerpo y, especialmente, en su rostro; con su figura de perfil ondulado y flotando en el espacio sobre un fondo de nubes áureas entre las que revolotean nutridas cortes de ángeles niños, el prototipo que el pintor creó en sus Inmaculadas obtuvo un intenso reclamo por parte de la clientela. A través de Juan Agustín Ceán Bermúdez sabemos que Murillo contrató en 1678 con don Justino de Neve, canónigo de la catedral de Sevilla y presidente eclesiástico del Hospital de Venerables Sacerdotes de la ciudad, la ejecución de una Inmaculada que primero fue de su propiedad y que posteriormente terminó donando a la iglesia de dicho hospital. El propio Ceán Bermúdez nos describe esta obra sugiriendo opiniones que ciertamente son definitivas y concluyentes, puesto que la define como la mejor de todas las Inmaculadas que Murillo pintó a lo largo de su carrera artística, señalando lo siguiente: «Es superior a todas las que de su mano hay en Sevilla, tanto por la belleza del color como por el buen efecto y contraste del claroscuro». En efecto, en la pintura se observan, en su ángulo superior izquierdo y sobre todo en el inferior derecho, zonas de penumbra que enmarcan el luminoso espacio central inundado por nubes áureas con algunos retazos azules intercalados. El espacio está presidido por la triunfal y apoteósica figura de la Virgen, que aparece dotada de un vigoroso movimiento ascensional que se inicia en la ancha peana de pequeños ángeles que revolotean a sus pies. Desde este punto el volumen corpóreo de la Virgen va disminuyendo progresivamente de forma armoniosa hasta culminar en su cabeza descrita con hermosas facciones y con sus ojos vueltos hacia lo alto; una orla de diminutos ángeles envuelve a María reforzando con su grácil movimiento el sentido ondulatorio y ascensional de la composición. El refinado juego de los tonos cromáticos que se integran en la pintura, compuesto fundamentalmente por matices áureos, azules y blancos, armoniza con perfección justificando sobradamente las alabanzas de Ceán sobre el bello color plasmado en la obra. La fama de esta pintura ha sido siempre muy alta, ya desde el propio momento histórico en que fue realizada. Después, a lo largo del siglo XVIII, siguió gozando de gran popularidad en Sevilla y por ello no es de extrañar que fuese una de las pinturas que el mariscal Soult, durante la ocupación de la ciudad por las tropas francesas a partir de 1810, la incluyese dentro de la nómina de obras de arte a expoliar para su propia colección.