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Parece existir en los ámbitos de la filosofía moral, un amplio consenso acerca de la importancia de reconocer la existencia de los demás, desde luego con variantes e inclinaciones metodológicas o teóricas respecto a cuál debería ser la base para reconocer la diversidad en la que vivimos.
Más allá de este consenso, lo cierto es que la pluralidad en la que estamos inmersos requiere no sólo de un recorrido académico respecto al tema, sino también de un diseño pedagógico acerca de cómo podríamos educar de manera que nos permita reconocer y respetar a los demás.
Y esto no sólo en el ámbito personal sino incluso al interior de aquellos grupos que exigen para sí un derecho a ser reconocidos por sus rasgos distintivos que justamente los hacen diferentes de todos los demás. Estos rasgos pueden ser de corte racial, sexual, económico, de habilidades diferentes, entre otras tantas más.
El reconocimiento, dentro de sus múltiples aristas, me parece que recae fuertemente en una dimensión normativa y psicológica.
El ámbito de lo normativo nos permite reconocer rasgos que están estipulados dentro de los diversos marcos jurídicos que hablan de igualdad o de libertad y que hacen obligatorio respetar la existencia de los otros, de los “diferentes”, desde esta perspectiva normativa, tal y como deseamos que esos rasgos normativos nos permitan a cada uno de nosotros, ser tratados desde el mismo esquema, de modo objetivo.
La constitución, vista desde este ángulo, vendría a ser la principal institución que los seres humanos hemos creado o validado para generar una convivencia plena de respeto y de equidad ante la ley.
Desear para mí un marco normativo que me garantice el logro de una vida buena es también, desde la idea del reconocimiento, desear que los otros tengan el mismo beneficio, independientemente de sus rasgos o inclinaciones particulares. Violentar ese marco normativo conlleva a un desgaste terrible que se traduce en anomia y que pauperiza toda idea de racionalidad normativa.
Además, la idea del reconocimiento tiene una orientación psicológica. Es decir, en el ámbito de las relaciones humanas es importante reconocer el ejercicio de una interacción que propicie reconocimiento del valor y la estima de las personas.
Es el discurso y también las acciones de las personas, en principio, las que permiten un reconocimiento de lo que cada uno de nosotros es en el marco de esa interacción. Este es el camino que puede propiciar, no sin tropiezos, un desarrollo de la autoestima, así también de confianza y respeto, factores fundamentales en la convivencia y el desarrollo de la personalidad. En este tenor, el diálogo es una herramienta esencial para construir todo ese intrincado soporte psicológico que se requiere para llegar a configurar vidas logradas. Denigrar o subestimar el discurso de los diferentes, quienquiera que estos sean, conlleva a empobrecer todo intento por lograr una convivencia armónica entre agentes capaces de orientar su acción de modo más racional. Podemos estar de acuerdo o no en lo que los demás dicen, sin embargo, las formas de escuchar y valorar esos discursos devendrán en una buena posibilidad de respeto y de reconocimiento, esencial para el desarrollo.
Desde aquí se puede vislumbrar la importancia de contar con una idea de justicia que no sólo quede en las discusiones filosóficas o de teoría política. Entender la justicia requiere en términos terrenales, en principio, que tengamos ejemplos a los cuales recurrir para considerar su viabilidad. Asimismo, se hace necesaria la reflexión y la discusión acerca de lo que creemos es justo o no en nuestras sociedades.
La justicia, finalmente, que queremos para nosotros es también la justicia deseada para los demás. ¿Es justo, por ejemplo, que una persona que ha delinquido y abusado del poder de pronto se convierta en mártir? ¿Es justo que se abuse, asesine o discrimine a los demás por su color de piel, su preferencia sexual o por sus creencias? Estoy seguro de que aplaudir este tipo de acciones o permanecer en la indiferencia ante ellas son formas que alientan la ausencia de reconocimiento y de respeto por los demás y por uno mismo. Son formas que nos alejan de manera abismal de, al menos, una pequeña idea de justicia que bien podríamos considerar como una necesidad que permee nuestra convivencia social.
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