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Los calvinistas franceses, inquietos por la conversión de Enrique IV, habían organizado una asamblea, compuesta de un miembro por provincia, para dirigir su defensa, y pedían los mismos derechos que en 1577. Pero Enrique IV había prometido a la mayor parte de las ciudades de Francia no permitir más que la celebración del culto católico en ellas. Fué a Bretaña, donde había aún ligueros sublevados, y promulgó el edicto de nantes para regularizar la situación de los protestantes (1598).
Los calvinistas tuvieron en todo el reino la libertad de conciencia. No se podía perseguirles a causa de su religión, ni obligarles a ninguna práctica religiosa católica, contra su conciencia.
Tenían el derecho de celebrar su culto en todas las casas de los señores calvinistas, en todos los lugares donde se celebraba en 1596, y en el resto de Francia en dos lugares de cada bailía.
Debían tener, lo mismo que los católicos, el derecho de ocupar cargos públicos, y el de ser admitidos en las escuelas, en los hospitales, en los gremios de menestrales.
Debía crearse, para juzgar sus causas, en los tres Parlamentos de las comarcas en que eran numerosos (Burdeos, Tolosa, Grenoble), una Cámara especial, en que la mitad de los jueces serían protestantes.
Para garantir la aplicación de estas medidas, los calvinistas habían de conservar durante ocho años sus guarniciones en 200 plazas fuertes aproximadamente, plazas que ya ocupaban.
El edicto de Nantes ponía fin a las guerras de religión. Dejaba subsistir las iglesias calvinistas del oeste y del mediodía.
Muchos católicos protestaron, varios Parlamentos se negaron a admitir el edicto. Enrique IV les obligó. "No hay que hacer distinción, dijo, entre católicos y hugonotes. Es preciso que todos sean buenos franceses y que los católicos conviertan a los hugonotes mediante el ejemplo de su buena vida".