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La democracia como ética no supone un mero cambio de los agentes del poder, una sustitución del monarca o de los mejores por el pueblo en su totalidad, sino un cambio de objetivos y -sobre todo- un cambio de hábitos de conducta en la dirección de la sociedad civil.
La democracia ha estado siempre constreñida por un límite. Pero lo que durante largo tiempo fue un límite o imposibilidad externos, es hoy día un límite autoimpuesto, interno a nosotros mismos, creado por nuestra propia ceguera mental y nuestra conducta. Durante siglos fue la democracia una idea irrealizable, porque las condiciones externas y la evolución del saber no permitían la emancipación e igualación humana que esa democracia suponía. Sin esclavos no habría sido posible, en la sociedad antigua, una evolución del saber por obra de una minoría privilegiada. Sin proletarios encadenados a los instrumentos de producción no habría podido la sociedad industrial desarrollar su técnica y su riqueza haciéndola potencialmente accesible a todos. Pero cuando esas limitaciones externas se han superado, las limitaciones o hábitos mentales creados por el propio esfuerzo de superarlas, nos incapacitan para la realización de un ideal hoy posible y largo tiempo anhelado. El desarrollo de un saber técnico que transforma nuestras condiciones externas de vida, crea al mismo tiempo nuevos límites mentales y éticos que obnubilan el sentido de lo que hacemos y de nuestra propia vida. Después de tantos siglos de lucha contra los límites externos de la pobreza y la ignorancia, al desaparecer éstos, parece que hemos olvidado el porqué de nuestros esfuerzos. Somos incluso incapaces de pensar o de decir aquel ideal de vida que inspiraba nuestro afán. Nuestra pobreza de hoy consiste en la ignorancia de valores.