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A la muerte de Carlos Martel, éste repartió —a la usanza de la época— sus títulos entre sus dos hijos: Carlomán heredó el cargo de mayordomo (especie de Jefe de Gobierno o Primer Ministro) del palacio de Austrasia y Pipino, el de mayordomato del palacio de Neustria.
Es el periodo de la decadencia de la dinastía merovingia, cuando los jóvenes «reyes holgazanes» no tienen ya ninguna autoridad y los mayordomos de palacio son los verdaderos gobernantes del Estado. Carlomán y Pipino se reparten entonces el poder del reino franco, que gobernarán entre los dos, luchando, en primer lugar, por devolver la estabilidad a las fronteras del reino.
Comienzan enseguida una reforma de la Iglesia con la ayuda del Obispo San Bonifacio y se realizan dos concilios: el primero en Austrasia, convocado por Carlomán en 742-743; el segundo por Pipino, en 744 en Soissons (Neustria), en el que adoptará las decisiones tomadas en el concilio de Austrasia. Esta reforma establecerá la jerarquía en el seno del clero franco, a cuya cabeza se encuentra Bonifacio (evangelizador de Germania), como dirigente de los obispos.
En 747 Carlomán se retira a la vida monástica y cede la mayoría de Austrasia a su hermano pequeño, con lo cual Pipino se convierte en el dirigente efectivo de todo el reino franco. Desde ese momento, comienza un duro enfrentamiento para deshacerse de Childerico III, el soberano merovingio del que depende oficialmente. Para demostrar la inutilidad de los reyes merovingios, Carlos Martel había dejado vacante el trono tras la muerte de Teodorico IV en 737 (durante los siete años de vacío real, todos los documentos oficiales llevarán la fecha de 737). En 743, Pipino libera a Childerico del monasterio en el que lo había encerrado su padre y le permite ocupar el trono del que había sido desposeído. Su retorno propicia la coalición formada, entre otros, por el duque de los alemanes y Hunald, de Aquitania, que reaccionan mal ante la eliminación política de Grifón(hermanastro de Pipino y Carlomán) pero, al reponer a Childerico en el trono, Pipino consigue un medio para apaciguarlos durante un tiempo.
Hacia 744, contrae nupcias con Bertrada de Laon, llamada «la del pie grande», hija de Cariberto, Conde de Laon (el apodo se le puso por tener un pie más grande que el otro).
En 750, Pipino envía una delegación franca a entrevistarse con el Papa Zacarías, en solicitud de una autorización para poner fin al decadente reino merovingio y ocupar el trono de Childerico. Zacarías acepta y declara que «debe ser Rey el que ejerce la realidad del poder». El papa necesitaba que los francos tuvieran un rey con autoridad para combatir contra los lombardos, un pueblo de origen germánico que no practicaba el cristianismo y representaba una amenaza para la Iglesia.1
En noviembre de 751, Pipino depone a Childerico III y se hace coronar por San Bonifacio en el campo de mayo en Soissons, siendo proclamado por una asamblea de obispos, nobles y Leudes (grandes del reino). Esta elección se consigue sin derramamiento de sangre. Childerico III, tras ser depuesto, es tonsurado (pierde sus largos cabellos, signo del poder entre los francos) y termina sus días encerrado en el monasterio de San Bertin, cerca de Saint-Omer.
Pero aunque Pipino haya conseguido el título de rey y su poder, éste no le pertenece, y esta ruptura de la dinastía merovingia precisa de una nueva que deberá reemplazar la sucesión natural de padres a hijos. Esta continuidad queda asegurada por la consagración real seguida de la unción, simbolizada en el bautismo de Clodoveo I y la alianza particular entre la Iglesia y los reyes francos. Es en Soissons, donde el obispo Bonifacio, su consejero diplomático, le ungirá marcando su frente con el aceite santo —el Saint-Chrême— como ya se hacía a lo largo de una ceremonia en la que se consagraba a los reyes visigodos de Toledo. Por medio de esta unción, el rey de los francos, a partir de ese momento investido de una misión de guía militar y religiosa, ostenta la fuerza moral del «derecho divino», es decir, de «dirigir los pueblos que Dios le confía»; pero esta legitimidad tiene un coste: el de la fidelidad a la Iglesia y a quien la dirige, el papa Esteban II que, desde Roma, ha dado su consentimiento para el cambio de dinastía.