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Respuesta:
LA vuelta del fenómeno religioso es fuente inagotable de reflexión y gran cuestionamiento. Aquí se contempla como búsqueda sincera de una espiritualidad más humana e integral, y se reconoce en la vocación constitutiva del hombre a desarrollarse plenamente como persona responsable y libre, en solidaridad con los demás y en comunión con el universo. Pero no en horizontalidad individualista, sino en alteridad trascendida. Descubrir la vida en plenitud conlleva, entre otros interrogantes inherentes, tomar conciencia de nuestra relación con la naturaleza, con el ser humano (hombre y mujer) y, por supuesto, también con Dios.
A lo largo de los siglos, la vocación ha adquirido una connotación muy específica: una llamada particular a una forma de vida, o a ejercer una profesión determinada. La vocación es así entendida como lo que cada uno tiene de propio, de diferente, en relación con otro ser humano; sin haber podido evitar el caer en una especie de jerarquización de la vocación, incluso a nivel religioso. Sin embargo, a partir de una lectura de los dos relatos de la creación, según el libro del Génesis, se puede decir que, anteriormente a toda vocación particular, se encuentra la llamada de Dios al hombre por la que de creatura, el ser humano se convierte en ser vivo. La fidelidad adquiere su sentido profundo únicamente en función de esta vocación ontológica; del mismo modo, sólo en función de ella se puede hablar de fracaso del ser humano como totalidad.
Explicación:
Respuesta:LA vuelta del fenómeno religioso es fuente inagotable de reflexión y gran cuestionamiento. Aquí se contempla como búsqueda sincera de una espiritualidad más humana e integral, y se reconoce en la vocación constitutiva del hombre a desarrollarse plenamente como persona responsable y libre, en solidaridad con los demás y en comunión con el universo. Pero no en horizontalidad individualista, sino en alteridad trascendida. Descubrir la vida en plenitud conlleva, entre otros interrogantes inherentes, tomar conciencia de nuestra relación con la naturaleza, con el ser humano (hombre y mujer) y, por supuesto, también con Dios.
A lo largo de los siglos, la vocación ha adquirido una connotación muy específica: una llamada particular a una forma de vida, o a ejercer una profesión determinada. La vocación es así entendida como lo que cada uno tiene de propio, de diferente, en relación con otro ser humano; sin haber podido evitar el caer en una especie de jerarquización de la vocación, incluso a nivel religioso. Sin embargo, a partir de una lectura de los dos relatos de la creación, según el libro del Génesis, se puede decir que, anteriormente a toda vocación particular, se encuentra la llamada de Dios al hombre por la que de creatura, el ser humano se convierte en ser vivo. La fidelidad adquiere su sentido profundo únicamente en función de esta vocación ontológica; del mismo modo, sólo en función de ella se puede hablar de fracaso del ser humano como totalidad.
Esta llamada divina está dirigida a todo ser humano, independientemente del color de su piel, de su cultura de origen, de su sexo o de su religión. Además, la vocación a vivir en plenitud no puede realizarse contra la naturaleza; el ser humano no es creado para destruir su medio ambiente, sino para establecer el señorío divino en el universo. Este artículo quiere ser una contribución a la recuperación del verdadero sentido de la vocación humana fundamental contra el reduccionismo en el que ha caído a lo largo de los siglos. La llamada de Dios a vivir en plenitud, dirigida a todo ser humano, no está condicionada por nada y no es tampoco el premio de ninguna acción particular; por eso, siguiendo a San Pablo (Rm. 8,31-39) 1, no hay ningún horizonte cerrado definitivamente durante nuestra existencia terrestre. Por otra parte, este artículo quiere ser una invitación a una toma de conciencia de otras dimensiones importantes de nuestro presente: el feminismo el reconocimiento de la diversidad cultural, la ecología y la vuelta del fenómeno religioso con todos los cuestionamientos inherentes. Descubrir la vida en plenitud, el don más extraordinario de Dios, no es algo individualista, sino que debe llevarnos a aceptar nuestra alteridad constitutiva: nuestra relación fundamental con el otro ser humano (hombre y mujer), con la naturaleza y, por supuesto, también con Dios.