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la última etapa de Manuel Belgrano fue pobre
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dias s enteros permaneció en su lecho, en la misma habitación donde naciera, atendido por sus hermanos, entre ellos el canónigo don Domingo Estanislao, y la dulce Juana, que le hizo de madre.
Iban a verlo muchos amigos de la juventud y casi todos los vecinos; uno, Juan Súllivan, que era médico, tocaba el clavicordio, para distraerlo.
Lleváronle unos días a San Isidro, frente al río, pero fue necesario volver pronto a la ciudad. A medida que los signos de su hidropesía aumentaban, se le descarnaba el semblante. Su hermosa cara “así como es lindo, debe ser su corazón”, había dicho Cumbay-, su color sonrosado, su nariz fina y recta, con la lumbre mansa de sus ojos claros y el rizado de los cabellos rubios –“el alemán”, como lo llamaba Balbín-, habíase transformado por completo. Sólo los ojos eran los mismos, aunque más mansos, velados a veces por una cortina de lágrimas sutiles.
En vigilia casi continua –dormía dos o tres horas, no más, cada día- algunas tardes pasábalas en su sillón poltrona, mirando el patio, un retazo del cielo de su Buenos Aires bien amada. Allí supo una vez que se anunciaba una invasión de santafesinos de López; como si el alma le empujara, quiso ponerse en pie, y acaso pensó ordenar que le ensillaran un caballo para concurrir a la defensa, pero el dolor le recordó que era un vencido, y dejándose caer en su asiento, llevóse las manos a la cara y lloró, el pecho partido de angustia.
Fue a verlo Lamadrid y lo encontró “bastante agobiado”. Le devolvió los “apuntes de mis campañas, que había escrito yo en Fraile Muerto, el año 1818, por orden suya, y me los alcanzó diciendo: Estos apuntes los hizo usted muy a la ligera; es menester que usted los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga”.
Tenía momentos en que rogaba que le dejaran solo. Su amigo el ex gobernador de Córdoba, doctor Castro, que le preguntó el porqué de su voluntaria soledad, obtuvo esta respuesta:
-Pienso en la eternidad, adonde voy, y en la tierra querida que dejo…
La indigencia le amargaba sus días finales. El gobernador interino, Ramos Mejía, le socorrió con unos pesos. Para poder pagar sus deudas, solicitó Belgrano que se le diera otra cantidad mayor a cuenta de sus haberes. El gobernador pasó su solicitud a la Junta de Representantes. Los hombres que la formaban tenían entonces preocupaciones de mucho interés y no disponían de mucho tiempo para gastarlo en atender al hombre de Mayo, que moría lentamente en la pobreza. Hicieron a un lado la solicitud.
Llegó Balbín, su buen amigo, de Tucumán, unos días antes de que expirara.
-Amigo –le dijo Belgrano-, mi situación es cruel. Me hallo muy malo. Duraré muy pocos días. Espero la muerte sin temor, pero me llevo al sepulcro un sentimiento…
-Dígamelo usted, si puede saberse…
-El de que muero tan pobre que no tengo con qué pagarle el dinero que usted me prestó, aunque no lo perderá. El gobierno me debe algunos miles de pesos, y luego que el país se tranquilice, se los pagarán de mi albacea, quien queda encargado de satisfacer la deuda.
Balbín estaba ya casi tan pobre como su amigo. La intranquilidad del país, que era el nombre que se le daba a la anarquía naciente, le dejaba sin blanca. En septiembre, el día 26, publicaba un aviso en La Estrella del Sud, de Buenos Aires, ofreciéndose para “enseñar a la perfección y en poco tiempo los idiomas francés, español y latín, por sólo cuatro pesos al mes”…
Belgrano dictó y firmó su testamento veinticinco días antes de morir, el mismo en que se cumplía la primera década de la Revolución. En él encargaba a su hermano, el canónigo, del cuidado de “sus escuelas”. En secreto, encomendó al mismo que, una vez pagadas todas sus deudas, aplicara el sobrante al cuidado y educación de la hija que dejaba en Tucumán, Manuela Mónica, que fue luego “dechado de virtud y amabilidad, tan semejante a su padre en la fisonomía como en la dulzura de su carácter”, según los Apuntes del general Ignacio Álvarez Thomas, escritos en 1846.
Regaló su reloj de oro al doctor Redhead: “Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso”.
El 19 de junio dio un beso a su hermana Juana, para pagarle sus amorosos desvelos, y en la mañana del otro día, a las siete, expiró suspirando:
-¡Ay, Patria mía!...
Hecha la autopsia de su cadáver, se comprobó con asombro que “el corazón era más grande que el del común de los mortales”, lo que debía ser uno de los efectos de su enfermedad.
Se le amortajó con un hábito de Santo Domingo, pues así lo dejó pedido, y en un féretro de madera de pino, recubierto de tela negra, lleváronlo sus hermanos y algunos pocos amigos la media cuadra que distaba su casa del convento dominico, y allí, a la entrada de la iglesia, al pie de la pilastra derecha del arco central, le cavaron la fosa. Una losa de mármol blanco, trozo de la cubierta de una cómoda que había pertenecido a la madre, lo cubrió con la leyenda: “Aquí yace el general Belgrano”.
Iban a verlo muchos amigos de la juventud y casi todos los vecinos; uno, Juan Súllivan, que era médico, tocaba el clavicordio, para distraerlo.
Lleváronle unos días a San Isidro, frente al río, pero fue necesario volver pronto a la ciudad. A medida que los signos de su hidropesía aumentaban, se le descarnaba el semblante. Su hermosa cara “así como es lindo, debe ser su corazón”, había dicho Cumbay-, su color sonrosado, su nariz fina y recta, con la lumbre mansa de sus ojos claros y el rizado de los cabellos rubios –“el alemán”, como lo llamaba Balbín-, habíase transformado por completo. Sólo los ojos eran los mismos, aunque más mansos, velados a veces por una cortina de lágrimas sutiles.
En vigilia casi continua –dormía dos o tres horas, no más, cada día- algunas tardes pasábalas en su sillón poltrona, mirando el patio, un retazo del cielo de su Buenos Aires bien amada. Allí supo una vez que se anunciaba una invasión de santafesinos de López; como si el alma le empujara, quiso ponerse en pie, y acaso pensó ordenar que le ensillaran un caballo para concurrir a la defensa, pero el dolor le recordó que era un vencido, y dejándose caer en su asiento, llevóse las manos a la cara y lloró, el pecho partido de angustia.
Fue a verlo Lamadrid y lo encontró “bastante agobiado”. Le devolvió los “apuntes de mis campañas, que había escrito yo en Fraile Muerto, el año 1818, por orden suya, y me los alcanzó diciendo: Estos apuntes los hizo usted muy a la ligera; es menester que usted los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga”.
Tenía momentos en que rogaba que le dejaran solo. Su amigo el ex gobernador de Córdoba, doctor Castro, que le preguntó el porqué de su voluntaria soledad, obtuvo esta respuesta:
-Pienso en la eternidad, adonde voy, y en la tierra querida que dejo…
La indigencia le amargaba sus días finales. El gobernador interino, Ramos Mejía, le socorrió con unos pesos. Para poder pagar sus deudas, solicitó Belgrano que se le diera otra cantidad mayor a cuenta de sus haberes. El gobernador pasó su solicitud a la Junta de Representantes. Los hombres que la formaban tenían entonces preocupaciones de mucho interés y no disponían de mucho tiempo para gastarlo en atender al hombre de Mayo, que moría lentamente en la pobreza. Hicieron a un lado la solicitud.
Llegó Balbín, su buen amigo, de Tucumán, unos días antes de que expirara.
-Amigo –le dijo Belgrano-, mi situación es cruel. Me hallo muy malo. Duraré muy pocos días. Espero la muerte sin temor, pero me llevo al sepulcro un sentimiento…
-Dígamelo usted, si puede saberse…
-El de que muero tan pobre que no tengo con qué pagarle el dinero que usted me prestó, aunque no lo perderá. El gobierno me debe algunos miles de pesos, y luego que el país se tranquilice, se los pagarán de mi albacea, quien queda encargado de satisfacer la deuda.
Balbín estaba ya casi tan pobre como su amigo. La intranquilidad del país, que era el nombre que se le daba a la anarquía naciente, le dejaba sin blanca. En septiembre, el día 26, publicaba un aviso en La Estrella del Sud, de Buenos Aires, ofreciéndose para “enseñar a la perfección y en poco tiempo los idiomas francés, español y latín, por sólo cuatro pesos al mes”…
Belgrano dictó y firmó su testamento veinticinco días antes de morir, el mismo en que se cumplía la primera década de la Revolución. En él encargaba a su hermano, el canónigo, del cuidado de “sus escuelas”. En secreto, encomendó al mismo que, una vez pagadas todas sus deudas, aplicara el sobrante al cuidado y educación de la hija que dejaba en Tucumán, Manuela Mónica, que fue luego “dechado de virtud y amabilidad, tan semejante a su padre en la fisonomía como en la dulzura de su carácter”, según los Apuntes del general Ignacio Álvarez Thomas, escritos en 1846.
Regaló su reloj de oro al doctor Redhead: “Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso”.
El 19 de junio dio un beso a su hermana Juana, para pagarle sus amorosos desvelos, y en la mañana del otro día, a las siete, expiró suspirando:
-¡Ay, Patria mía!...
Hecha la autopsia de su cadáver, se comprobó con asombro que “el corazón era más grande que el del común de los mortales”, lo que debía ser uno de los efectos de su enfermedad.
Se le amortajó con un hábito de Santo Domingo, pues así lo dejó pedido, y en un féretro de madera de pino, recubierto de tela negra, lleváronlo sus hermanos y algunos pocos amigos la media cuadra que distaba su casa del convento dominico, y allí, a la entrada de la iglesia, al pie de la pilastra derecha del arco central, le cavaron la fosa. Una losa de mármol blanco, trozo de la cubierta de una cómoda que había pertenecido a la madre, lo cubrió con la leyenda: “Aquí yace el general Belgrano”.
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