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ExplicaciPor Paula Daniela Bianchi*
Leer al azar cualquier página de un libro de Juan Diego Incardona nos arrastra a un universo múltiple repleto de imágenes míticas y, muchas veces, reconocidas en nuestra infancia o adolescencia.
Todas las sensaciones nos atraviesan hasta que dejamos de entender de qué lado de la frontera nos encontramos. Si permanecemos de este o aquel extremo de la república matancera; si estamos en el bando de los buenos o de los malos; si somos peronistas o somos otra cosa; si somos seres monstruosos o los monstruos son los otros; si el cruce de la Ricchieri y General Paz es un espacio fronterizo que no existe como tal.
La cuestión es que el escenario que forjan las historias de Incardona representa un mundo binario en el que es imposible pensar un lugar para “debiluchos” porque el mapa está perfectamente delineado. Leemos y nos sorprende descubrir que cohabitan el Hombre Gato, el Lobizón, el Enano de Cruz, la Mujer Lagartija o el León Durmiente con los vecinos del barrio. Pero lo que más nos llama la atención es la mirada de ese niño, de esos niños que son los verdaderos protagonistas, los que nos cuentan por qué los padres se quedaron sin trabajo o no están en sus casas. Justamente, la mirada del niño es la que atesora esas cosas que se nos escapan a los adultos.
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