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Talia no quería decirle a su madre esas terribles palabras, pero lo hizo y ahora es imposible borrarlas. De pronto la oscuridad se trizó, como si un enorme cristal negro se hubiera hecho añicos frente a ella,y Talia se encontró conteniendo la respiración en medio de un lugar tan inmenso y tan deslumbrantemente iluminado que tuvo que cerrar los ojos, tapárselos con las manos y dejar que su vista se fuera acomodando poco a poco al cambio de luz. Iba vestida con una túnica que le llegaba hasta los pies y era de un color tan similar al de la sala que a veces sólo se veía su cabeza y Talia sentía un escalofrío de miedo cuando le parecía que estaba siguiendo a una cabeza flotante. -¿Qué es todo esto?- preguntó Talia por fin, después de darle muchas vueltas a si debía hacerlo o no.
El misterioso acompañante se detuvo en un punto, sacó de las cajitas –pequeña, transparente, casi como las de los mini cedés- y la sostuvo entre los dedos frente a los ojos de Talia. -¿Esas son palabras? –Preguntó Talia, fascinada por el movimiento y el color-. -Las palabras humanas, aunque imperfectas, son siempre hermosas, Talia. Siguieron caminando durante un tiempo infinito por aquella sala llena de palabras, hermosas y terribles, hasta que Talia sintió que la cabeza le iba a estallar.
Su guía se volvió hacia ella con unas gafas oscuras en la mano
Talia se puso las gafas, que parecían metálicas pero no pesaban apenas, y de repente la sala se transformó en una especie de biblioteca antigua bañada en una luz rojizo-dorada, como la del sol cuando está a punto de hacerse de noche. Talia asintió con la cabeza. -Talia. Tus palabras –dijo la guía.
Las palabras que antes eran bichitos pintados de rojo en una lengua desconocida para ella. La pregunta había sido hecha en el mismo tono neutro que todo lo que había dicho su guía hasta el momento, pero, de algún modo, Talia tuvo la sensación de que era una pregunta importante, de que de su respuesta dependería el resultado final.