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Según la ley, la relación entre esposo y esposa no era de igualdad, ni el matrimonio respondía a una elección libre de las parejas, sino a determinados intereses, fundamentalmente económicos, de las respectivas familias. En este contexto, la mujer queda claramente marginada, pues hasta que se casa pertenece, como propiedad, al padre y, cuando se casa, al marido. Por esto en tiempo de Jesús la posibilidad del divorcio solo la tenía fundamentalmente el marido. Este, según las concepciones laxas de la escuela del rabino Hillel, basándose en Dt 24,1, podía separarse de la mujer por cualquier motivo (p. ej., porque le olía mal la boca, o había encontrado una mujer más joven y bonita). O bien, según las concepciones más estrictas de la escuela del rabino Shammai, solo podía divorciarse en caso de adulterio. La mujer, en cambio, nunca podía, en principio, tomar la iniciativa para divorciarse de su marido, hiciera este lo que hiciera.