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El mapa es uno de los modelos de representación y de expresión más antiguo que se conoce. Es anterior a la escritura y a la notación matemática, porque estos dos sistemas requieren un mayor grado de abstracción simbólica. El mapa es, además, una manifestación casi universal, la mayoría de las sociedades, aun las más primitivas, los han utilizado como instrumento para representar el espacio en el que habitaron.
El hombre trató, desde siempre, de reproducir su entorno. Lo delineó en las paredes de una gruta, sobre huesos de animales, piedras o maderas. A esos primeros mapas, en el sentido más amplio, se les atribuye un valor mágico-religioso2: el ofrecimiento a la divinidad de una imagen simbólica del territorio para que este quedara protegido ante la posible ira del dios que se manifestaría a través de fenómenos climáticos o geológicos. Estos pueblos, anteriores a formas de organización urbana, también hicieron uso del mapa utilitario que servía para transmitir, de generación en generación, información vital: el trazado de recorridos de caza, la ubicación de las fuentes de agua, la delimitación de las zonas de peligro.
Con las primeras civilizaciones estables las funciones del mapa instrumental se amplían, sirven para determinar distancias, medir tierras, registrar los territorios conquistados, establecer límites, localizar posiciones enemigas durante los enfrentamientos. Pero más allá de su carácter utilitario, la cartografía, al sustituir el espacio real por el espacio analógico (Lois, 2015) le permitió al hombre adquirir un dominio intelectual sobre un mundo, a la vez que tomaba conciencia de que las zonas desconocidas eran mucho más extensas que aquellas que le eran familiares.
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