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La literatura argentina se caracteriza por algunas selectas anomalías. La más fuerte es su carácter tardío, o sea novedoso. No me refiero a la novedad que podría producirse en una historia literaria de siglos como la francesa, la española o la alemana, sino al hecho de que no se puede identificar una literatura argentina anterior al romanticismo, a esa promoción de escritores de la Joven Argentina que se suele denominar Generación del 37 por un deslizamiento de la memoria de Esteban Echeverría, pues estrictamente debió llamarse del 35. Pienso, en cambio, en la relativa antigüedad de literaturas cercanas como las de México, Perú o Colombia, con una herencia que se remonta al barroco, si nos limitamos a la producción en lengua española. Lo escrito en la Argentina antes del 37 es arqueología y no historia, ya que nada importa en la sucesión literaria. En cambio, los del 37 sí se pueden identificar como imaginariamente argentinos, porque hacen una literatura nacional anterior a la existencia de la propia nación. Si se insiste en comparaciones, cabe recordar, con las debidas distancias, los casos de Italia y Alemania, que tuvieron letras antes que Estado.
Por lo que hace al tema del realismo, corresponde añadir una curiosa anomalía a su respecto. El realismo argentino nace en pleno romanticismo, por mano de un poeta que se piensa pariente de Byron, el mencionado Echeverría. Intenta describir la desdicha de un héroe de poncho celeste y le sale una estampa realista de los bajos fondos porteños, El matadero, precoz contemporáneo de Balzac y unos años anterior a Flaubert, si proceden las fechas. Otro romántico de pro, José Mármol, en su novela Amalia, trata de poner en escena a unos idealizados héroes de la civilización amenazados por la barbarie, con lo que consigue este paradójico resultado: sus personajes paradigmáticos de bondad caen víctimas del folletín, en tanto su retrato realista del tirano Rosas y de las escenas de baile en un salón porteño resultan lo más conseguido del libro.
Con toda su precocidad, debida a la libertad creadora de un romanticismo sin ancestros hispánicos -descargado del castizo costumbrismo que encadena a los romanticismos mexicano y colombiano, por ejemplo- este realismo inopinado carece de sucesión inmediata. La literatura referencial posterior se somete al modelo naturalista en los textos de Cambaceres, Argerich, Podestá, Sicardi, Julián Martel. El realismo de escuela viene más tarde, anacrónico, como secuela del naturalismo y reaccionando contra él, por su falta de espiritualidad, en algunos escritores del Centenario como Hugo Wast y Manuel Gálvez. Entre medias ha prosperado desde la Argentina una literatura contraria a toda referencia inmediata, devota de las lejanías temporales y los exotismos espaciales: el modernismo. De tal forma, y adoptando como modelos a los realistas franceses (Flaubert, Maupassant, los Goncourt) y españoles (Galdós, Baroja), los tardíos realistas de escuela disparan contra los dos antecedentes: naturalismo y modernismo.
En efecto, me parece que la primera modalidad de Moyano, la más característica suya, está en sus series de cuentos iniciales (El monstruo, La lombriz, Artistas de variedades) y en su novela El oscuro, donde aborda un tema poco frecuente en él, la relación entre el padre y el hijo. Su segunda manera está ligada al exilio y en ella predomina la forma de la novela (El vuelo del tigre, Libro de navíos y borrascas, Tres golpes de timbal) fuertemente sometida a soluciones alegóricas. Su cuento Quelonios es una tremenda y súbita alegoría del exilio, mutilación y extrañeza, y la considero entre las más conseguidas de su obra.
En las literaturas de nuestra lengua no es norma sino excepción que los escritores sean músicos, como el caso de Moyano y el del uruguayo Felisberto Hernández, o que se ocupen de escribir sobre música y hagan aparecer a músicos como personajes de sus fábulas. En Moyano, la música vale como lo que es cuando se la señala con palabras, sin escucharla: una alegoría de la existencia, en la que estamos sin poder salir de ella salvo en el silencio final -otro elemento tomado de la música- de la muerte. La música es la respuesta de una especie que se sabe compuesta de seres mortales pero se quiere inmortal, a la muerte misma.
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