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uizás solemos olvidar, más a menudo de lo que debiéramos, que la democracia es consustancial al concepto de ciudadanía. Todos nos consideramos ciudadanos. ¿Pero cuánto lo somos en verdad? Este concepto, que hemos asumido como un lugar común, y al que por tanto dedicamos poco atención, viene acompañándonos desde las luchas por la independencia. Los próceres querían repúblicas de ciudadanos libres y pensantes que fueran capaces de imponerse, gracias a sus propios acuerdos de convivencia, y a su propia educación cívica, al oscurantismo y a cualquier clase de tiranía de pensamiento. Sin embargo, el caudillismo inveterado vino a desafiar desde entonces a los ciudadanos, que no llegaron, además a serlo del todo, porque delegaron en el caudillo sus propias potestades.
Y si revisamos bien nuestra historia, vamos a encontrar que los próceres que se subieron al caballo para pelear por la independencia, con un puñado de ideas ilustradas ensartadas en la punta de la espada, unas veces se bajaron de la montura ya transfigurados en caudillos, y por tanto enemigos acérrimos de la diversidad de pensamiento, y otras fueron apeados de ella por quienes no querían perder el tiempo en discusiones, sino en ejercitar los nuevos instrumentos de poder, caudillos ellos también que volvían los ojos hacia el ancient regime colonial en busca del orden que zozobraba entre las patas de la anarquía. Y para cumplir esa tarea precisaban de la disciplina que proviene del pensamiento único, capaz de evitar disensiones, y crear una autoridad única. Nuestras repúblicas patriarcales crecieron bajo esta férula ideológica.
La autoridad única provenía de Dios, y se incubaba en la oscuridad de las sacristías, o provenía, por el contrario, de la razón suprema. No había escapatoria. Y la propuesta decimonónica siempre viene ser, veamos hacia uno u otro campo, conservadores de nostalgias realistas, o liberales de ímpetus reformadores, el orden, la instauración de un orden durable para poder adelantar un proyecto durable, una propuesta que sólo podía encarnar, de manera continuada, la misma persona.
El capitán general, el jefe supremo, el caudillo, el terrateniente. Muy poco se pensó entonces en lo benéfico de la alternabilidad en el poder, en la rendición oportuna de cuentas, en el equilibrio de las potestades públicas, en el debate libre de las ideas, bases todas ellas de la democracia, que en cambio se vieron como adornos prescindibles, o como obstáculos al concepto de orden, y de progreso.
La democracia vendría después, cuando las sociedades se hubieran desarrollado en prosperidad, y hubieran madurado lo suficiente como para que los ciudadanos pudieran ejercer sus derechos con responsabilidad; mientras tanto, se necesitaba de un tutor. El padre amante y benefactor que sabe bien lo que la familia necesita y de los cuidados que precisa, cuándo debe ser bondadoso, y cuándo tiene el deber de castigar, para ejemplo de todo el rebaño. El prócer, convertido en caudillo, es siempre el padre de familia. Y a falta de un modelo de estado, el caudillo vierte en el molde de la familia el ejercicio del poder, y él mismo enseña que la autoridad única no es delegable, pero sí la ciudadanía, que queda bajo su tutela mientras los ciudadanos no alcancen la mayoría de edad.
Es curioso que a principios del siglo XXI, el siglo de las luces tecnológicas, sigamos creyendo en la fuerza redentora del caudillo, y sigamos creyendo que la ciudadanía es delegable, y por tanto que la democracia es prescindible. El recién publicado informe del PNUD sobre la Democracia en América Latina (hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas), nos deja saber que una buena mayoría piensa que el presidente puede ir más allá de las leyes, que el desarrollo económico es más importante que la democracia, y que no importaría sacrificar esa misma democracia a un régimen autoritario si resuelve los problemas económicos. Malas noticias, entonces. Los ciudadanos renunciarían a su ciudadanía, es decir, a su propia soberanía personal, y la delegarían en un personaje único de pensamiento único, si fuera capaz de asegurarnos el pan de cada día.
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