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Este capítulo se escribe una década después de la peor crisis ocurrida en la economía global en más de setenta y cinco años. El colapso del mercado de las hipotecas subprime durante el verano de 2007 en Estados Unidos se convirtió en una crisis en toda regla cuando Lehman Brothers cayó en la madrugada del 15 de septiembre de 2008. El pánico financiero que se vivió aquellos días marcó no solo el final de la llamada «gran moderación», también el comienzo de un periodo, si no de ocaso, sí de expectativas seriamente mermadas para la globalización moderna.
La década que precedió la gran crisis de 2008-2009 fue, en muchos sentidos, una edad de oro de la globalización, cuidadosamente reconstruida a lo largo de cincuenta años después de que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial la destruyeran. A pesar de la crisis asiática de 1997-1998 y otras crisis financieras en otros países emergentes, la globalización se intensificó de forma marcada en la década de 1990 hasta el punto de que, para finales del siglo XX, había superado, al menos en los frentes comercial y financiero, la edad dorada de casi un siglo antes.
En el transcurso de esta mini edad de oro de la globalización contemporánea, crecieron hasta niveles sin precedentes no solo el comercio de bienes y servicios y los flujos trasfronterizos de capital, también se inició, por fin, un proceso de convergencia económica entre las economías desarrolladas, las emergentes y las todavía en desarrollo.
Durante más de cien años, el grupo de países conocido en la historia reciente como avanzados —con Estados Unidos, Europa occidental y Japón a la cabeza— había generado de manera consistente el 60% o más de la producción global. Daba la impresión de que la alta aportación de este grupo de países a la producción mundial se mantendría a perpetuidad. Su superioridad económica no se vio afectada ni por la industrialización de la Unión Soviética ni por el despegue, en la década de 1960, de algunos países previamente subdesarrollados.
En 1950, la aportación de los países avanzados al PIB global era del 62% en términos de paridad de poder adquisitivo (PPP) y del 22% en términos de población mundial. Dos décadas después, esa aportación a la producción global seguía siendo la misma y para 1990 se mantenía, a pesar de que la población de esos países había caído hasta suponer solo el 15% de la mundial (Addison, 2001). De hecho, la convergencia económica de los países en desarrollo con los industrializados pareció implausible durante todo el siglo XX. Los países que concentraban el grueso de la población del planeta parecían condenados a una aportación mínima al PIB global
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