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En la historia de la filosofía hay personajes originales, pensadores de miras extrañas, gente que se ha salido de todos los cánones académicos e incluso sociales. Pero también tenemos el caso contrario, el del profesor de filosofía prototípico. Immanuel Kant es el nombre que viene a la mente cuando uno piensa en el filósofo de oficio. Un hombre de universidad que dedicó toda su vida a la docencia. Que no tuvo ningún incidente ni acontecimiento digno de mención.
Los poetas leen a Platón. Los políticos, a Aristóteles. Los científicos, a Epicuro y Lucrecio. Los curiosos, a Montaigne. Los matemáticos, a Descartes y Leibniz. Los revolucionarios, a Spinoza... Pero ¿quién lee a Kant? Sólo los profesores de filosofía, absurda caterva tan incapaz del riesgo del pensamiento como fascinada por el mecanismo de pensar. Kant lo tiene todo para encandilar a los doctores: una jerga especializada, una estructuración muy compleja y ambigua, que se presta a la paráfrasis, una pretensión sistemática, pequeñas oscilaciones de opinión —dentro de una fundamental coherencia— que permiten hablar de un «primer Kant y un «segundo Kant». También ofrece una cierta impenetrabilidad para el profano, notas moderadamente edificantes y una crítica «seria» de la tradición que posibilita la inacabable disputa entre los «tradicionalistas» y los «modernos» en el seno tibio de la Academia. Es el filósofo soñado para un curso, el autor que mejor encaja en el plan de estudios.
Nació en 1724 en la pequeña localidad de Königsberg, en la Prusia oriental, hoy dentro del territorio ruso. Nunca se movió de su ciudad, donde llevó una vida rutinaria. Se dice que los ciudadanos de Königsberg ponían su reloj en hora cuando veían pasar en su paseo diario al profesor Kant, el individuo de hábitos más fijos y ordenados que se pueda imaginar. Sin embargo, la obra que escribió es profundamente revolucionaria. En la historia del pensamiento hay un antes y un después de Kant.
Kant fue un gran ilustrado. Perteneció al Siglo de las Luces, el siglo XVIII, y él mismo se preguntó y estudió qué podía querer decir ser ilustrado. «La minoría de edad —escribe Kant— estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración.
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