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El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Trabajó durante tres horas largas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir, raspando, comenzando de nuevo mil veces. Bien sabía yo que, si lograba coordinar estas letras de suerte que ocupasen todas las posiciones relativas posibles, acabaría por encontrar la frase. Pero no ignoraba tampoco que con sólo veinte letras se pueden formar dos quinquillones, cuatrocientos treinta y dos cuatrillones, novecientos dos trillones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil combinaciones.
Ahora bien, como el documento constaba de ciento treinta y dos letras, y el número que expresa el de frases distintas compuesta de ciento treinta y tres letras, tiene, por la parte más corta, ciento treinta y tres cifras, cantidad que no puede enunciarse ni aun concebirse siquiera, tenía la seguridad de que, por este método, no resolvería el problema.
Marta tuvo que marcharse sin obtener ninguna respuesta. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, sus pómulos amoratados delataban bien a las claras la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido, y las fatigas de espíritu y la contención cerebral que, durante muchas horas, había experimentado. Posee una imaginación ardorosa, y, por hacer lo que otros geólogos no han hecho, sería capaz de arriesgar su propia vida. Pero no había contado con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.
Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta cerrada y la llave no estaba en la cerradura. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Supuse que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las exigencias del hambre.
Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la pobre. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a abrir los ojos a la realidad. El profesor me observó por encima de las gafas y debió ver sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada. Yo movía la cabeza de arriba abajo.
Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.
espero que no sea muy largo
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ACIAS por las respuestas