En el cuento La Siniesta de Allan Poe.
¿Cuándo se termina la pena de muerte y la adquisición en Toledo?
¿Quién era el general Lasalle?
Respuestas
Respuesta:
El Pozo y el Péndulo
Por Juan Luis Alonso - 8 marzo, 200625170
FacebookWhatsAppTwitterPinterestLinkedinEmailPrint
1 / 5 ( 2 votos )
El Pozo y el Pénduo, The Pit and the Pendulum, escrito en 1842, es uno de los relatos más conocidos de Edgar Allan Poe. Recomendamos su lectura en tranquilidad absoluta, con poca luz, y con la seguridad de que asistimos a uno de los relatos más terroríficos que ha dado jamás la literatura. La incertidumbre ante una muerte cercana produce en este relato una angustia que sólo Poe es capaz de definir. El calabozo, donde el reo se encuentra recluido se encuentra en Toledo, como no podía ser menos: “…se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían”
Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui,
non satiata, aluit, sospite nunc patria,
fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas
de un mercado que debió erigirse
en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño…, ¡no! En medio del delirio…, ¡no! En medio del desvanecimiento…, ¡no! En medio de la muerte…, ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.