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Es difícil creer que los portadores de una extraña fe, el cristianismo, pasaron de ser una secta insignificante, procedente de Judea, a ocupar el centro del poder en el Imperio Romano de Occidente. Más complicado resulta entender que la doctrina cristiana fuera una de las causas que influyeron en la caída del Imperio más poderoso de la Edad Antigua, acaecida en el 476 d.C.
El Imperio Romano – que no la República Romana – duró con bastantes cambios, cerca de 500 años, cuya religión – si es que así puede llamarse a la multiplicidad de dioses y creencias que tenían – se basaba básicamente en el paganismo y en dioses fabricados en piedra.
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El Cristianismo y Roma
Dioses romanos eran Júpiter (padre de los dioses, soberano de las alturas y administrador de la justicia), Juno (reina de los dioses y protectora del matrimonio y la familia), Neptuno (dios del mar, de los caballos y los terremotos), Minerva (diosa de la inteligencia y de la guerra justa, protectora de las instituciones públicas, de las ciencias y las artes, patrona de los artesanos), Marte (dios de la guerra destructiva y de la lucha), Venus (diosa del amor y la belleza), Febo (dios de la luz, de la poesía, la música, de la profecía y la medicina), Diana (diosa de la virginidad, la caza y de la luna), Mercurio (dios del comercio, protector de los caminos y guía del viajero), Baco (dios del vino y de la danza), Vulcano (dios de los volcanes, de los incendios y la herrería), Plutón (dios de los muertos, señor del inframundo). Por sólo citar los más destacados. La mayoría eran versiones respectivas de las deidades griegas (Zeus, Hera, Poseidón, Atenea, Ares, Afrodita, Apolo, Artemisa, Hermes, Dionisio, Hefesto, Hades).
En el año 66 estalló una revuelta en la provincia romana de Judea (zona al sur del actual Israel, en donde se encuentra Jerusalén) derivada de la creciente tensión religiosa entre griegos y judíos. En el año 67, Nerón (37-68), envió a quien años más tarde sería el emperador Vespasiano (9-79), a sofocar la rebelión, cosa que hizo satisfactoriamente en el año 70, dos años después de la muerte del propio Nerón. Durante el conflicto, los romanos destruyeron la ciudad de Jerusalén, destrozaron su Templo y masacraron a la población y a los supervivientes los vendieron en los mercados de esclavos por todo el Imperio. Fue el inicio de la Diáspora o dispersión de los judíos como pueblo errante y sin patria, situación que se haría definitiva tras la segunda revuelta judía seis décadas más tarde.
Los romanos decían a los pueblos que deseaban integrarse: “podéis seguir con vuestras creencias y religiones, pero con una condición; tolerad que los demás hagan lo mismo, al igual que nosotros os toleramos a vosotros”. Al fin y al cabo ¿Qué importaba que los sometidos al Imperio diesen culto a divinidades estrambóticas como escarabajos, toros o caballos? Lo fundamental era que respetasen las leyes y pagasen sus tributos puntualmente. Los dioses eran lo de menos, y todos tenían derecho a venerar a los de sus padres y abuelos. El principio de tolerancia religiosa era práctico y no significaba una amenaza para el panteón imperial.
Todo fue bien hasta que llegó un grupo judío procedente de Judea a los que llamaban cristianos; la idea que había de ellos, al principio, era muy confusa, pues los judíos que ya vivían en el Imperio – en tiempos de Nerón – no creían en lo mismo que los nuevos inmigrantes hebreos, aunque éstos rezaran y pulularan entre las sinagogas judías. Los “viejos judíos” eran, en suma, muy distintos de los “nuevos judíos”, y eso provocó que a los “nuevos” se les miraran de manera bien distinta.
La realidad más verosímil, fue que los “viejos judíos” – que en su mayoría eran comerciantes acomodados, y estaban muy cerca del entorno del emperador porque habían comprado los favores de su esposa Popea – fueran los peores enemigos de los “nuevos”.
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