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Respuesta:
espero haberte ayudado :v
Explicación:
Durante los últimos quince años he estudiado los procesos humanos creativos,
en particular tal como se manifiestan en las artes. He realizado este estudio principalmente desde la perspectiva de la psicología cognitiva, esa ambiciosa disciplina que busca descubrir las leyes básicas del pensamiento humano. Mis puntos de
vista se han ido modificando, por supuesto, a través de los años (al igual que los
auditorios a los que me he dirigido), pero mi motivación ha seguido siendo, en
esencia, la misma: conocer en profundidad los procesos y productos creativos, ya
sea que provengan de una dibujante autista (como la sorprendente niña inglesa,
Nadia), de un escritor que sufrió de lesión cerebral (como Baudelaire), o de un
compositor en la cúspide de su capacidad (como Mozart). En esta recopilación
de ensayos presentaré mis ideas actuales sobre el tema, así como muchos de los
pasos que condujeron a ellas.
Uno de mis profesores de la universidad, un hombre brillante pero malévolo,
me increpó una vez: "¿Para qué estudiar la creatividad? Los psicólogos que se
han dedicado a hacerlo son un montón de mediocres flagrantes." En cierto sentido tenía razón, pues el número de individuos que han estudiado el proceso creativo es desalentadoramente grande en comparación con los pocos que han hecho
un verdadero aporte al tema. Pero mi profesor también estaba equivocado. Los
principales psicólogos, desde William James a Sigmund Freud, desde B. F. Skinner a Jean Piaget, han reconocido, unánimemente, la importancia y el interés
del estudio de los procesos creativos. Todos ellos han procurado explicar cómo
pueden elaborar los seres humanos teorías comprehensivas en el campo de la
ciencia, o crear obras de arte substanciales. Y si no han logrado dar una explicación coherente y convincente de este enigmático asunto, no es porque no lo hayan intentado.
Hay algunas claves autobiográficas en el rumbo que he seguido. De niño, fui
16 ARTE, MENTE Y CEREBRO
muy inteligente pero un poco solitario; me distinguía de los demás por dos razones: la primera es que me iba muy bien en la escuela, y la segunda, que sabía tocar el piano con bastante talento y habilidad. Lo que más me gustaba, de joven,
era leer, escribir y pensar, así como también mi actividad musical. Escribí algunas cosas, en su mayoría triviales, incluyendo numerosos cuentos y poemas durante la época de la escuela secundaria, y una deplorable novela de más de mil
páginas poco después de haber egresado de la universidad. También probé mi capacidad como compositor. Para mi bar mitzvá me regalaron mi primer ex libris:
un tríptico compuesto por un libro, una partitura musical y una azada (en alusión a mi apellido). En esta época crucial, muchos de mis parientes pronosticaron, con total convicción, que mi vida siempre habría de estar ligada a la erudición y a las artes.
No fue sorprendente, por lo tanto, que cuando comencé a estudiar psicología
del desarrollo muy pronto advirtiera ciertas limitaciones en ese campo. Casi todos los investigadores consideraban al niño como a una criatura exclusivamente
racional, capaz de resolver problemas; de hecho, lo veían como si fuera un científico de pantalones cortos. Este prejuicio se debía, sobre todo, al tremendo (y
en su mayor parte positivo) ascendiente de Jean Piaget, y en menor medida a la
influencia de otros destacados psicólogos del desarrollo, como Jerome Bruner en
los Estados Unidos y Lev Vygotsky y Alexander Luna en Rusia. Se prestaba
muy poca atención al desarrollo social, moral, emocional y de la personalidad,
excepto entre los observadores de orientación psicoanalítica, como era el caso de
Erik Erikson, a quien tuve la fortuna de contar entre mis profesores en la universidad.
Una segunda limitación, vinculada con la anterior, radicaba en el lugar prioritario que se asignaba, dentro del campo cognitivo, a ciertas formas de pensamiento
lógico-racional.